Bajé a la calle, era temprano. Era domingo también, pero yo, después de tantos años de oficina, quedé programado para despertarme temprano. Tuve unos años donde estuve muy triste y no dormía, no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Volvés a tu casa, sabés que se va a hacer de noche y que no vas a poder dormir. Entrás a la cama sabiendo que vas a perder, que no vas a encontrar el botón de apagado porque no depende de la voluntad. Es tremendo, es jodido.
Decidí ir a caminar un poco por Palermo para cortar el día. Bajé por Pampa hasta Alcorta y me metí para dar la vuelta al lago. La idea erar caminar, dar una vuelta al lago y después ir a desayunar a un lugar lindo.
Empecé a dar la vuelta. Debí darme cuenta porque había algunas vallas, y una ambulancia, y gente con pecheras fosforescentes. Tardé un poco porque venía distraído, pensando en mis cosas y tratando, justamente, de no pensar. Ni en mis cosas ni en ninguna otra cosa. Lleva tiempo darse cuenta que con no pensar la vida se acomoda. Si no pensás tenés el 87% de la vida resuelta.
Empezaron a venir, las primeras. Una maratón, una maratón de mujeres exclusivamente. Venían, de frente, dos mujeres, tres, corriendo como si les hubieran metido un matafuegos en el culo y corrieran con la secreta intención de correr lo suficientemente rápido para poder quedar, supongo, adelante, adelante de los matafuegos. Y quizás de ese modo poder quitarse, el matafuegos, los matafuegos, de los respectivos culos, aunque fuera parcialmente.
Salí del asfalto, me puse a un costado, sobre el pasto, junto a un árbol. Y empezó a llegar el pelotón. Mujeres, mujeres altas y bajas, mujeres gordas y flacas, todas con remeras rosas y algún número estampado, el ‘chuic chuic’ de las zapatillas.
Hacía frío, había un poco de viento y me quedé mirando, adelante, a lo lejos, a la nada misma hecha de rosa. Dos, tres, cinco mil mujeres que no paraban de correr, agitadas, sudorosas.
Y entonces olí. Levanté la nariz como el mismísimo Doctor Lecter en aquella entrañable escena donde Jodie Foster lo va a visitar por primera vez y él la huele a través de los pequeños agujeros que tiene el vidrio de su celda. La huele y es un momento genial, tan único y tan perfecto, donde el señor Hopkins es sólo nariz. Nos muestra en esa escena el señor Hopkins, al oler, todo lo que hay que saber sobre el oficio de actuar.
Olí, decía. El olor golpeó mi mente y me llevó de la mano a ese recuerdo. Percepción sin conceptualización.
Olía a conchas tristes. Lo explico.
Hacía algún tiempo yo había salido con una chica, y la chica que parecía no venir tan mal en la vida, en determinado momento se deprimió. Y la depresión, su depresión, lo recuerdo perfectamente, se podía oler.
En la concha.
No era un tema de higiene personal ni de hábitos en la alimentación. La depresión, el proceso depresivo en el cuerpo de la chica, hacía que su concha oliera así.
Cuando dejé de salir con esa chica, al poco tiempo me olvidé del tema por completo. Podríamos decir, en un rapto de originalidad, que la vida continúa.
Y ése era el olor que venía ahora en la mañana de domingo, en el aire, multiplicado por dos, por tres, por cinco mil.
El olor a concha tan particular y único, tan característico, que genera en la mujer la depresión.
Ahí me quedé, parado junto al árbol, viendo a las chicas que pasaban y pasaban corriendo hacia un esforzado lugar en el que descubrirían que seguían siendo ellas mismas. No había adónde ir.