La mujer no resiste estar sola, ése es su primer problema. La mujer necesita compañía. Completarse de algún modo, conseguir lo que le falta.
Empezando por la poronga desde ya. Entonces la mujer necesita conseguir un hombre. Para parir, para tener un hijo, un biológico justificativo de su existencia. Para armar algo parecido a un hogar, una familia. Para no estar tan sola.
Supongamos que ha resuelto, por decirlo de algún modo, esa parte. La mujer ha buscado un hombre y lo ha conseguido. Acá empieza la cuestión, lo que podríamos denominar el problema.
Porque al buscar, dentro de sus posibilidades, quizás sería mejor decir limitaciones, la mujer se ha buscado un hombre con tal o cual atributo. Relacionado, desde ya, con lo que la mujer anhelaba. Volvemos al principio: con lo que le falta.
Se ha buscado entonces un hombre, la mujer, que posea inteligencia o dinero o sentido del humor, alguna suerte de belleza quizás relativa al vigor, prestigio, posición en la sociedad. Un hombre que sepa tocar la guitarra o tenga título universitario o una interesante vida social. Por lo general la cuestión no sale de ahí. Eso es lo que busca la mujer en la forma de un hombre. Y lo ha conseguido. Listo.
Pero.
Conseguido el hombre con tal o cual atributo, la mujer enfrenta un aterrador dilema.
La mujer sabe que debe demoler al hombre que ha conseguido. Para que no escape. Pero al demolerlo, al hombre, destrozará lo que le gustaba de él. Porque si el hombre le gustaba por ser seductor y sigue siendo seductor, el hombre no podrá evitar querer seguir ejerciendo su seducción en otra parte, su capacidad. Afuera, claro. Entonces la mujer decide que debe quitarle la capacidad de seducción, al hombre, preocuparlo hasta que se le pongan blancos los pelos de los huevos, engordarlo, infartarlo, y así. Le ha quitado, entonces, al hombre, su capacidad de seducción. Pero al hacerlo, la mujer debe seguir viviendo con ese novedoso infeliz.
El trabajo de la mujer pasa a ser encontrar ese inconcebible punto en el cual el hombre, podríamos decir el animal sin temor a equivocarnos, conserve de algún modo las cualidades que poseía cuando deambulaba libremente por la selva y aún así decida permanecer en cautiverio, en el zoológico. Tarea tan ímproba como espinosa de lograr. Porque si la mujer no demuele lo suficiente, si la mujer le permite al hombre conservar la inteligencia o el vigor, si el hombre tiene resto físico o anímico o monetario, el hombre querrá volver a la selva. Y si la mujer se aplica a demoler, si la mujer se asegura de hacer su destructivo trabajo, descubrirá un buen día que lo que tiene a su lado es un residuo, una miserable rata de quincho, una basura sin alma ni voluntad.
Si la mujer se excede en la demolición, la veremos en cualquier cine, o en un restaurante, con un balbuceante infeliz que duda, que no alcanza a decidir si lo que quiere son ravioles o agnolottis. Un hombre que titubea con la cucharita con queso rallado en la mano sin saber si ya está bien. Si la mujer no supo demoler lo suficiente la veremos sola, divorciada, intentando como puede, como le sale, juntar los atribulados pedazos de su absurdo ser, para volver a intentar hacer aquello que es lo único que sabe hacer. Buscar otro hombre que le permita seguir.
No, ya sé, no estás de acuerdo con nada de lo que te estoy diciendo. Te parezco un pelotudo, jamás me elegirías, a mí, como pareja. Me parece correcto, quedamos así.