A mitad de camino, en la ruta, un corte. Gente que reclamaba que los habían dejado sin luz por dos o tres días. La idea desde hacía tiempo en nuestro amado país, era buscar el mal común. Cuando a un grupo de personas les sucedía una contrariedad, les sucedía un incordio, la natural y exquisita reacción era intentar por todos los medios que a otros, a otro grupo de personas, les sucediera algo todavía peor. El mal ajeno siempre es un consuelo, todo el mundo sabía que no se trataba de pedir soluciones. Nadie iba a solucionar nada, jamás.
Logré llegar a Ezeiza y ahí me enteré que el vuelo salía con demora. Por el clima, por un desperfecto técnico, por algo.
Despaché mi valija y me fui a desayunar, me compré una revista. Decidí tomármelo con calma.
A las tres horas nos dejaron subir al avión. Ahí sí, otra vez, a los diez minutos una azafata nos avisó que había una demora, que debíamos permanecer sentados.
–¡Nooo! –gritó un tipo que estaba dos filas delante mío– ¡Déjenme bajar! ¡Nos vamos a morir todos! ¡Déjenme bajar!
Intentaron calmarlo pero era difícil. Tiró a una azafata al piso de un empujón. La gente gritaba. Una mujer se puso a llorar de los nervios.
–¡Es una señal! –El hombre había logrado avanzar, intentando entrar a la cabina. Tenía tomado al piloto, que justo se había asomado para ver qué pasaba, del cuello–. ¡Es el fin del mundo, el apocalipsis! ¡Déjenme bajar!
Me puse de pie. Me acerqué al hombre, desde atrás. Le hablé al oído.
–Ahora cuando sirvan la comida te doy mi porción –dije–. Y podés tomar toda la cerveza que quieras. Lo arreglé con la azafata.
El hombre soltó al piloto y volvió a su asiento. Se puso el cinturón de seguridad, se quedó muy quieto.
Hace tiempo que el imperativo categórico del ser humano es conseguir algo gratis. Lo demás es anécdota.