Y cada tanto cambio de bar. O porque quedé rodeado de diecinueve madres que acaban de dejar a sus pequeños hijos en el colegio y necesitan hablar, a los gritos, estupideces. O porque siempre llega alguien y se me sienta de frente, como si nos fuéramos a mirar a los ojos de mesa a mesa. O porque hay un muchacho que intenta, mientras desayuna, meterle tres o cuatro dedos en la concha a su novia que tiene un jean demasiado ajustado y se contorsiona, se mueve, intentando hacerle a su novio, a los dedos de su novio, lugar.
En fin, desde hace un tiempo estoy en un bar bastante viejo sobre la calle C., que sólo pone pop latino por los parlantes a trescientos veinticuatro mil quinientos setenta y tres amperes, mientras desde la cocina te dejan como si te hubieras sumergido en un fuentón de ravioles a la boloñesa para nadar un par de largos. Menores incomodidades, ínfimos incordios que no me impiden llevar a cabo mi para nada pretenciosa rutina.
Pido un café y una medialuna.
Espero, miro por la ventana, pero no miro. Se trata de estar ahí, ser pura presencia, sin pensamientos. Si pensara por un instante apenas en cómo estoy, qué ha sucedido con mi vida, bueno. No tendría más remedio que matarme.
Acá viene lo interesante, lo particular. Apenas pruebo el café, un sorbo, y dejo la medialuna sin tocar, sin morder. Ahí, sobre el pequeño plato.
Llamo a la moza, pregunto cuánto es. Pago, dejo propina, saludo. Me voy.
Eso es todo, eso es lo que hago, tres veces por semana, mínimo.
–¿Te puedo preguntar algo? –Me dijo la moza, que tiene el cabello teñido de un amarillo potente y oscuro.
–Sí, cómo no. –Dije.
–Veo que casi no tomás el café ni comés la medialuna. La pedís pero no la tocás, me di cuenta –señala, apenas, la medialuna, con el mentón.
–Mirá –le dije–. Tiene una explicación. Es un ejercicio, un ejercicio de la voluntad. Me contaron una vez que durante el gobierno del Carlos había un ministro al que le gustaba el helado, el helado de una marca en particular. Y le gustaba, al ministro, en particular un gusto, un sabor. Lo que hacía el hombre era pedir, mandarse traer a la oficina un kilo de helado de esa marca, de ese sabor. Y entonces abría el pote del helado, se servía una generosa porción en una gran copa de cristal. Y lo miraba, lo miraba derretirse. Se quedaba con el helado ahí, sin probarlo siquiera. Llevando de ese modo su capacidad de concentración, de voluntad, a insospechados límites.
–La verdad que no entiendo –dijo la chica–. Si quería hacer dieta, no sé, podía ir a trotar. O ir a un gimnasio.
–Bueno, tenés razón, probemos otra cosa –la miré–. Hace más o menos tres meses que te pido un café y una medialuna de grasa, y vos me traés un cortado y una medialuna de manteca, siempre. Quizás tu mamá fumaba paco durante el embarazo o tus papis son parientes. Estaba esperando a ver cuánto tardabas en darte cuenta, tampoco es tu culpa.