Miriam no estaba mal. Quiero decir, en líneas generales, en los grandes rubros del horóscopo. En la vida.
Había cumplido treinta y ocho años y entonces lo que asomaba en el horizonte eran los cuarenta y eso era bravo, desde ya. A veces se arrepentía de haber estudiado sociología y no psicología, a veces le parecía que podía haber tenido dos hijos en lugar de uno, le molestaba no haber seguido con los cursos de teatro, de fotografía, esas cosas. Pero trabajaba en el departamento de recursos humanos de una empresa petrolera y no le iba mal, estaba casada con Gustavo desde hacía nueve años y se querían, sus padres envejecían con achaques, pero vivían. Tenía su auto, el invierno pasado habían ido a esquiar y Brunito se había divertido como nunca. Venían hablando con Gustavo de irse a vivir a una casa para que Bruno tuviera más espacio, y un perro. Quizás por Acassuso, aunque estaba el tema de la inseguridad. Pero bueno, había proyectos en el horizonte y eso siempre era bueno, ya verían.
Entonces fue a tomar un café como todos los miércoles, con su amiga Karina. Se conocían de toda la vida, con Karina, habían ido de vacaciones juntas durante la adolescencia. Brava, Karina, fumaba porro, se cogía todo lo que se movía, y estaba buena. Bajita, tetona, abogada, había tenido mil novios pero no había podido armar familia.
–Te quiero contar algo –dijo Karina. Merendaban juntas, los miércoles, en un bar de Las Cañitas.
Miriam se preparó para otra de las clásicas aventuras de Karina, algún jugador de fútbol que se la había levantado por la calle, o un abogado conocido que salía por televisión, pero no.
–Me quiso coger Gustavo –Dijo Karina, y prendió un cigarrillo.
–Qué Gustavo –dijo Miriam, y recién se dio cuenta a los treinta segundos, cuando Karina pitaba sin mirarla, sin responder.
–¿Gustavo? –Miriam le sacudió un hombro a Karina, que parecía distraída.
Al parecer, Karina había pasado a saludar a Miriam el jueves anterior, a eso de las siete de la tarde. Pero Miriam no estaba, porque había cambiado de gimnasio, y había ido a otra clase, la clase que solía hacer los martes. El que estaba, porque había llegado temprano a su casa, era Gustavo.
Le había propuesto echarse un polvo, así de una, Gustavo. Le dijo, Gustavo, a Karina, que le tenía ganas desde siempre. Que tenían una hora para ellos, para coger, en el comedor, porque Miriam era maniática con los olores, si cogían en la cama Miriam se iba a dar cuenta. Le dijo, Gustavo, que podían bajar a la baulera, mejor todavía. Para coger, claro, en la baulera. Como si hubieran bajado a la baulera a buscar cualquier cosa, una valija, y de pronto sucediera, sin pensarlo. Algo rapidito.
–… –Miriam quiso preguntar algo pero no le salía nada. Permanecía con la boca abierta.
–Me fui –dijo Karina–. Dudé mucho en decirte algo, pero no sé. Me pareció que te lo tenía que contar.
Karina terminó el cigarrillo, le dijo que no quería seguir hablando, y se fue.
Miriam se quedó pensando. Pensó primero en volver a su casa y someterlo a Gustavo a un interrogatorio. ¿Era posible, Gustavo, que se hubiera intentado coger a su mejor amiga? Después pensó que era Karina la que mentía, lo que quería era destrozar su matrimonio porque sí, porque ella seguía sola, de jodida.
Había que hacer un careo. Sentarlos frente a frente, a ver quién mentía.
Se fue caminando a su casa, Miriam, de la bronca que tenía. A las siete cuadras, más o menos, dijo que no. Gustavo era un buen marido, y Karina su mejor amiga. La posibilidad de perder a cualquiera de los dos se le antojaba infinitamente triste. Mejor no hacer nada, nada de nada, seguir teniendo un marido, y una amiga. Mejor no saber, el tiempo diría.