30.5.14

Algo cambia


–Juguemos al doctor –dije.
–Bueno, dale.
Sonrió. Se sacó la ropa. Había traído una nueva combinación, bombacha y corpiño de un celeste oscuro, no, un violeta muy clarito, como si al celeste le hubieran echado una gota de violeta. Con un delicado borde de encaje, sensual, sutil.
Puse música, jazz instrumental. Petrucciani, para ser más exacto. ‘Trio in Tokio’. 
–No, no puede haber música –dijo ella.
–En la sala de espera sí –dije yo.
–Pero no adentro del consultorio, no –dijo ella.
Tenía razón. Apagué el radiograbador.
Se sentó muy derecha, con las manos sobre los muslos, sin apoyar la espalda en el respaldo de la silla. Esperando instrucciones.
–Bueno –dije, me puse de pie, me rasqué el mentón–. Debo decirle que el resultado de los estudios no es bueno. Hay que operarla, le diría que debe ser operada lo antes posible. Luego de la ablación, aplicaremos rayos. Eso también genera algunos contratiempos, náuseas, vómitos, un estado de debilidad generalizado. Pérdida del cabello, por supuesto. Manchas en la piel.
–Pero, pero –tuvo un sollozo, un acceso de llanto. Se cubrió la cara con las manos.
–Debe pensar usted en la probabilidad de sobrevida –proseguí–. Yo diría que es de un cincuenta por ciento. A pesar de lo avanzado de la enfermedad, hoy en día la medicina ha progresado mucho.
–No puede ser, no puede ser –se peinaba para atrás el cabello, como si quisiera apretarlo, asegurarse que estuviera pegado a su cráneo–. Por qué a mí, Dios mío. Por qué.
Entonces sí, le dije que debía revisarla un poco. La llevé a la cama y le dije que se acostara, boca arriba. La cogí, le bajé al bombacha y la cogí. Ella no se movía, ella se dejaba hacer.

24.5.14

Eso


Te cuento cómo estoy, te cuento lo que me pasa.
Bueno, no, si querés mejor no, no te cuento nada. Pero ya que estás acá, ya que viniste a visitarme. Ya que fuimos a cenar y me decís que no, que de ninguna manera, que no tenés ganas de coger. Bueno, te cuento algo, tampoco vos tenés un pomo para decir, pero eso desde siempre. No es tu culpa, sos así de boboncha, no pasa nada.
Tengo la angustia de los grandes hombres. Eso es todo, ya está, ya te lo dije. 
Tengo la tristeza, ponele, de Charly García cuando se dio cuenta que se venía grande y que no se le ocurrían más canciones. Tengo el dolor, la preocupación, ponele, de Maradona cuando se dio cuenta que sin importar lo genial que hubiera sido, no le daban las piernas, había llegado la hora de retirarse.
Y así podría seguir, pero tampoco quiero aburrirte. Tengo los nervios destrozados como debía tenerlos no sé, Steve Jobs, antes de sacar el iphone a la venta. Tengo el terror que debió tener Christopher Reeves cuando se cayó del caballo y le dijeron que no se iba a poder mover nunca más, Superman las pelotas. Tengo la abrumadora sensación de responsabilidad de un General que sabe que debe atacar y se perderá la vida de cientos de soldados. Tengo el stress de alguien que sabe que al día siguiente juega la final, el partido para el que se preparó toda la vida.
Pero mi vida en sí, vos me conocés, es de lo más normal. Tengo un departamentito en Almagro, trabajo hace más de diez años en la misma estúpida oficina, viví con Alicia un montón de tiempo, sí, cogíamos, claro que cogíamos, los domingos a la mañana. O los viernes.
Para resumir, mi vida es la de un pelotudo de lo más tradicional, monótona, sin el más mínimo sentido, cero creatividad, aburrimiento total. Pero tengo todo lo malo, las secuelas que sólo pueden tener quienes están en las alturas de la creación, en la alta competencia, o quienes conducen los destinos de miles de personas.
Sufro como sólo sufren los sabios, los genios, los grandes hombres, cuando en realidad debiera tener la tranquilidad de quien sabe que no ha hecho con su vida nada de nada. Tomo mate cocido, espero que Argentinos Juniors salga campeón, veraneo una quincena en Necochea.
Extraña patología la mía. Sí, ya sé, qué boludo.

18.5.14

Otros rumbos


Me pasó algo raro. Conocí una chica. No, eso no es lo raro, pará, sigo. Conocí una chica, Adriana. El asunto es que me quedé sin laburo, me rajaron a la mierda del banco. Y ando corto de guita, claro. Voy pagando el alquiler, me como los pocos manguitos que junté. Tampoco es que tenga grandes gastos, a mí, francamente, las pocas cosas que me interesan son chupar y coger. Sí, leer, leer también, y escribir, pero poquito, los libros te los tiran por la cabeza, ya nadie lee, los pibes quieren jugar a la playstation, y darle al twitter como desesperados. Vas a una librería de la calle Corrientes y te comprás los libros que quieras por dos mangos. Escribir es más barato todavía, una birome, y un cuaderno. Escribir no sirve para nada por lo general, pero es uno de las actividades más baratas del mundo, eso hay que reconocerlo. Si quisiera tocar el saxofón o andar en bicicleta, ahí sí que estaría jodido. 
Buena piba, Adriana, para nada exuberante, con sentido del humor. Clasicona, sabe hacer milanesas con puré, coge con interés, no hace falta más nada. 
El asunto es que me quedé sin guita y decidí volver a vivir a lo de mi vieja, para ahorrarme el alquiler. Hasta que consiga algún laburito como la gente. 
Pero entonces, ¿cómo hago con Adriana? Para coger, digo. Porque la mina se banca que un hombre la lleve a comer a una parrillita de mala muerte, pero ir a coger a un telo de San Cristóbal, donde ves saltar las pulgas en el acolchado, eso no. Eso le quita las ganas a cualquiera.
Adriana es enfermera. No sé si es enfermera, quiero decir, toda la carrera, o hizo un curso. Trabaja por encargo, cuida ancianos a domicilio, gente que no se puede mover o que tuvo un ataque o un accidente, gente que está al borde de la muerte o muy enferma.
Le sirve, a Adriana, le pagan bien. Me dijo que estaba cuidando a un viejo, pobrecito, el hombre estaba cuadripléjico, en silla de ruedas. Ni hablar podía. Estaba, el viejo, en un departamento por Núñez, la familia del tipo se iba todo el fin de semana, al country. Quedaba sola, Adriana, desde el viernes a la tarde hasta el domingo a la noche, con el pobre viejo.
Le tenía que dar de comer, Adriana, dos veces por día. Y bañarlo, una vez por día, nada más. El resto del día el viejo dormía, o Adriana lo sentaba cerca de una ventana, para que mirara un poco. Y la televisión, claro.
–Venite –me dijo Adriana–. El viernes, después de las nueve de la noche. Cenamos algo, estamos un rato juntos.
–¿Te parece? –Me dio la impresión que no correspondía ir a la casa de otra persona, sin que los dueños supieran.
–Sí, tonto –dijo Adriana–. Estoy sola, el pobre viejo no puede ni hablar, no pasa nada.
Fui. Adriana hizo ravioles, tomamos vino.  Un departamento de puta madre. Ya le había dado de comer al viejo cuando yo llegué, y lo tenía sentado en el living, en la silla de ruedas, frente al televisor con el volumen bastante alto.
–Este es un amigo que vino a visitarme, don Emilio –dijo Adriana, cuando llegué. El viejo ni me miró. Parecía concentrado, y casi dormido a la vez. Las piernas cubiertas por una colorida frazada.
La hago corta. Nos pusimos a ver la televisión, en el sillón, y empezamos a besarnos. De ahí a coger hubo medio paso.
–Pará –dije, mientras Adriana ya estaba en bombacha y corpiño– ¿Y éste? –señalé al viejo.
–No pasa nada –se rió, Adriana, y subió más el volumen del televisor.
Genial. Absolutamente genial. La mejor experiencia sexual de mi vida. Adriana, en medio de la faena, se paró, y movió la silla de ruedas, puso al viejo apuntando hacia nosotros. Me calenté como nunca. El viejo nos miraba coger, con una mezcla de estupefacción e interés. Me pareció que le caía un poco de baba.
El mejor sexo de mi vida, como te dije. Adriana no paraba de acabar. Acababa y se reía, ‘mirá cómo estoy dejando el parquet’, decía, y volvía a acabar. Me eché tres polvos, no cogía así desde la adolescencia. Una cosa de locos.
Lo que te quería contar es que a partir de eso empezamos a coger en geriátricos, en las salas de terapia intensiva de los hospitales, en cumpleaños de setenta y cinco. Cogemos delante de viejos que nos miran. Por lo general nos contratan de los geriátricos, como te dije. Hemos cogido también, a pedido, en salas de velatorio, al lado del cajón del muerto.
Somos una especie de espectáculo. Dicen que para los viejos es terapéutico, ver coger. Mejor que cantar en un coro, o jugar a las cartas. Tuve que contratar un par de parejas más, porque no damos abasto con las fechas. Estoy ahorrando dinero, cojo como nunca en la vida.

12.5.14

Todo empezó a andar mal


Sin entrar en la multiplicidad de detalles que componen una vida, a Carlos le iba bien. Casado, dos hijos, el mayor ya adolescente, y Tatiana, una nenita dulce, el sol de su vida. Tenía un negocio de venta de artículos de limpieza, veraneaba la primer quincena de Enero en una regia casa en Pinamar, cambiaba el auto cada tres años.
​Jugaba al fútbol una vez por semana, los miércoles, con sus amigos de toda la vida. Había tenido una amante, una chica que trabajaba en el negocio y lo encandiló con su juventud, pero nada serio. Tenía cuarenta y tres años, había querido estar con una mujer más joven, cosas que pasan. No cambiaba a Paulita por nada del mundo.
​Y así seguía la vida, desenrollando su carretel. Hacía cuatro años que había muerto su padre, del corazón. Había comprado una casa de fin de semana, Tatiana le había pedido un perro para su cumpleaños de nueve años. Un Schnauzer miniatura medio cascarrabias que se llamaba Felipe. Paulita seguía con sus cursos, de teatro, de fotografía.
​Pero. Con la displicencia que suelen tener las cosas importantes, todo empezó a andar mal. Carlos trataba de encontrar el momento exacto, en qué curva de la vida se había comenzado a ir todo a la mierda. Se quedaba perplejo, a las tres de la mañana, tomando un té en calzoncillos bajo los fluorescentes tubos de la cocina. Se había vuelto imposible, para él, dormir. Así que se levantaba de la cama, no insistía.
​Su hijo, tuvo un golpe en un partido de fútbol. A la noche levantó fiebre, y perdió el conocimiento. El golpe había sido en la cabeza, y existía la posibilidad que se hubiera formado un coágulo. Permanecía internado, Facundo, en el hospital, mientras los médicos dudaban acerca de la conveniencia de operarlo. Los riesgos eran elevados, de dejarlo como estaba. Y los riesgos eran todavía más altos, de una cirugía.
​En alguna de las guardias esperando el parte médico, Paulita le contó que sabía que él le había sido infiel. Había visto un mensaje en su celular, y pensaba en divorciarse ni bien Facundo saliera del hospital.
​Tatiana empezó a tener ataques de pánico, no podía ir al colegio, ni pisar la calle. Temblaba, lloraba, hubo que medicarla. Tenía los nervios como un paquete de fideos partido al medio.
​En el negocio algo se complicó. Se incendió el depósito, perdió una fortuna en mercaderías.
​Un domingo a la mañana, sacó a pasear a Felipe y se le soltó la correa mientras intentaba encender un cigarrillo. Felipe cruzó la avenida y los automóviles se ocuparon de él. Pensó en comprar otro igual, sin decirle a Tatiana. Pero no era posible, volvió a  su casa con la correa en la mano, se sentó a escuchar los alaridos de la niña. Dolor en estado puro, carne viva.
​Desolado, con Facundo todavía internado, con Tatiana cada vez peor, con Paulita que se negaba a dirigirle la palabra, en la ruina. Entró un día, mientras caminaba sin sentido, a una iglesia. Entró sin saber por qué, a llorar, a buscar quizás algo de consuelo.
Lunes por la mañana, muy temprano. Agosto, hacía frío.
​–¿Por qué, Dios? –murmuró Carlos, moqueando, con los ojos enrojecidos– ¿Por qué me sale todo mal? ¿Qué es este ensañamiento, este castigo?
​No había nadie, el recinto estaba húmedo y desolado y frío. Sólo una mujer muy mayor, acomodando unos ramitos de flores cerca del púlpito, bajo la imagen de un Cristo que lloraba con los brazos en cruz.
​–Bueno –oyó como si le hablaran al oído, se sobresaltó. Era un susurro que descendía sobre él, no entendía–. Durante cuarenta años te fue más o menos bien, y jamás se te ocurrió preguntarte si era suerte, si te lo merecías. Ahora dos o tres manos que no te tocan las cartas que vos querés, y decís que la vida no tiene sentido. No sé, no me parece.

6.5.14

Hablan las flores


El experimento es relativamente simple, no hay complejidad excesiva para su ejecución. Eso es importante, porque si lo que se pretende demostrar se encuentra en inalcanzables alturas del conocimiento, o si se requiriera, para la demostración, de un herramental inaccesible por su costo, complejas maquinarias, bueno, eso dificulta todo. El conocimiento debe ser tan contundente como abordable.
Comprás cuatro flores. Pueden ser cuatro rosas, o margaritas, no sé, vas a la florería y comprás cuatro flores, no importa qué flores, pero cuatro flores iguales.
Ahora bien. Pedís que te corten los tallos, más o menos, para que queden de quince centímetros, o te vas a tu casa, con las flores, y los cortás vos, sobre la mesada, con un cuchillo. Los podés cortar con una tijera, también.
A la noche. El experimento es a la noche. Necesitás cuatro vasos. En uno ponés agua, agua de la canilla, en otro ponés agua, agua que ahora está al natural, pero que previamente fue calentada, como si te hubieras ido a preparar un té o una sopa, algo en el microondas. En el tercer vaso ponés, también hasta más de la mitad, una gaseosa, ponés coca cola. En el cuarto vaso ponés whisky.
Ponés una flor en cada vaso. Listo, eso es todo. Te vas a dormir, es de noche.
Al día siguiente, cuando te despertás, vas y te fijás lo que aconteció con las flores.
Vas a ver las diferencias, qué le ocurrió a cada flor. Eso te va a permitir comprender tantísimas cosas sobre la modernidad, sobre el progreso, sobre el bien y el mal, cuál es la opinión de la naturaleza sobre lo que ha estado sucediendo todo este tiempo. 
Además, si compraste el whisky para llevar adelante el experimento, te queda prácticamente la botella entera. Tenés algo para hacer el resto de la semana, quiero decir, hasta que te anotes otra vez en un megatlón o decidas hacer un curso de fotografía. Seguro se te va  a ocurrir algo.