Empieza el acto.
Estoy de pie sobre el escenario, frente al público. Hay
mucha gente, el teatro está lleno.
Voy vestido de frac, con moño y todo. Me he quitado la
galera, haciendo una clásica y estudiada reverencia, para saludar. He dejado la
galera, dada vuelta, sobre una pequeña mesa que hay a mi lado.
No hay muchas cosas más, aparte de mi persona, sobre el
escenario. A un costado, algo apartada, una gastada valija de la cual se supone
que iré sacando los instrumentos que vaya precisando para realizar mi acto. Al
lado de la valija hay una jaula, con cuatro, no, cinco algo amontonados conejos.
Empieza el acto. Golpeo con la varita, la varita mágica,
sobre la pequeña mesa donde está la galera apoyada. Dos golpecitos contra la
metálica superficie, para captar la atención del público. Se hace un silencio,
respetuoso y expectante a la vez.
Dejo la varita. Camino hacia la izquierda unos pasos, hasta
la jaula.
Vuelvo al centro del escenario, con un conejo. Las luces me
siguen.
Meto al conejo en la galera.
–Chan –digo–, chararán.
Saco al conejo de la galera. Con una mano. Lo sostengo de
las orejas, de frente al público, en el aire. El conejo es blanco, gordito, con
el hocico rosado. Hace ese movimiento, con el hocico, tan particular, tan
característico.
Levanto de la mesa, con la otra mano, un cuchillo. Es un
cuchillo Victorinox (modelo fibrox
safety nose 18 cm), mango negro, la hoja de puro acero inoxidable. Con un diestro
movimiento, degüello al conejo de lado a lado. Se escucha un chillido muy
agudo, como si entraran en contacto un vidrio y una superficie metálica.
Salpica la sangre. Suelto el cuchillo, lo dejo caer al piso. Termino de
separar, la cabeza del conejo del resto del cuerpo, utilizando ambas manos. Arrojo
la cabeza del conejo al público, como si efectuara el saque de un arquero de
fútbol (de gancho, podríamos decir), y me dedico a revolver el interior del
cuerpo del conejo. Meto una mano como si se tratara de una alcancía, saco el
corazón que todavía palpita, las vísceras, mastico un pedazo de algo, parece el
hígado, me enchastro la cara.
La gente aplaude. Hay gritos de sorpresa, de entusiasmo. Algunos
se ponen de pie y sacan fotos con sus teléfonos celulares.
Voy hacia atrás, casi hasta el cortinado de color borravino,
un asistente me alcanza una toalla algo desteñida. Me limpio un poco el sudado
rostro, la sangre de las manos.
Vuelvo al frente. Doy otros dos golpes con la varita mágica
contra la mesa. Se apagan los murmullos, la gente se acomoda en sus lugares.
Camino hacia la jaula. Vuelvo, con un conejo, al centro del
escenario. Meto al conejo en la galera.
–Seguimos –digo–. Chan, chararán.
Saco al conejo de la galera. Lo sostengo, con una mano, de
las orejas. El conejo es blanco, muy blanco, quizás un poco más pequeño que el
anterior. Se lo ve inquieto, le molestan las luces. Cuelgan sus patas traseras
de simpática manera, como si el conejo intentara rebotar en el aire.
Con la otra mano, y con precisión, me suelto el cinto, desabrocho
un botón, bajo el cierre. Caen mis pantalones, al piso, y quedan enroscados en
mis tobillos. Me bajo los calzoncillos, también. Ahora se pone difícil, porque
tomo un preservativo de la mesa, muerdo el envoltorio, rompo, escupo. Pero, si
bien he logrado una decente erección quién sabe cómo, a la velocidad del rayo,
bueno. Se me complica, ponerme el preservativo, con una mano. Me cuesta.
Así que dejo un momento, sólo por un momento, al conejo
dentro de la galera otra vez, para que no se mueva, para que no escape. Me
pongo el preservativo, ahora sí, usando ambas manos, y vuelvo a tomar al
conejo.
Tomo al conejo, con ambas manos, me coloco detrás, detrás
del conejo, como si estuviera tomando al conejo por la cintura, y empujo. Con
la poronga. No importa, no importa si el conejo es pequeño, si es conejo o
coneja, si la operación resulta antropomórficamente inadmisible. Intento
sodomizar al conejo, que lucha por escapar, mueve las patitas en el aire.
No se puede, encuentro una abertura, un esbozo de orificio,
apoyo la poronga, empujo, insisto. Lubrico al conejo, como si condimentara una
ensalada, en su totalidad, con una lata de WD-40 que he traído para la ocasión.
Nada, no consigo atravesar la materia, penetrarlo, aunque
debo estar lastimando al conejo, de algún modo, porque el conejo tuerce la
cabeza hacia atrás, muestra los dientes. Chilla.
Finalmente opto por frotarme, me saco el preservativo de un
tirón, y me froto con el conejo, contra el lomo del conejo que es peludo,
suave. La sensación no es lo que podríamos denominar ‘the real thing’, pero aún
así es satisfactoria. Cierro los ojos, me concentro.
–¡Ahh, ahhh! Ahí va –y eyaculo, eyaculo sobre el conejo. Suelto
el conejo recién eyaculado, que cae al piso, le doy una furibunda patada y el
conejo vuela hacia el público.
–¡Bravo! –grita alguien. Se escuchan aplausos– ¡Grande, master!
–hay festivos chiflidos.
Me subo los calzoncillos, me subo los pantalones, me acomodo
un poco la camisa dentro del pantalón.
Voy hacia la jaula. Vuelvo, con otro conejo, un tercer
conejo, al centro del escenario. Meto el conejo en la galera.
–Uno más –digo–. Chan, chararán.
Saco al conejo de la galera. Lo sostengo de las orejas, de
frente al público, en el aire. El conejo es blanco, tiene los bigotes muy
largos.
Saco una zanahoria, una zanahoria pequeña. Apoyo al conejo
sobre la mesa, y acerco la zanahoria al hocico del conejo. La zanahoria es de
un naranja brillante bajo los focos. Llevándome un índice a los labios, pido
silencio. El conejo huele, y comienza a comer. Echa las orejas hacia atrás, y
come, todo su cuerpo se relaja. El conejo está en su mundo.
Lo acaricio, paso una mano por su lomo.
Entonces, tarareo una dulce canción, mientras el conejo
come. Lo sigo acariciando. La canción que tarareo, muy bajito, es ‘you are the
sunshine of my life’.
Se oyen un par de silbidos. La gente comienza a abuchearme.
–¡Que se vaya! –grita alguien– ¡Que se vaya!
–¡No sabés hacer nada, boludo! –Me grita una mujer de la
tercera fila.
–¡Boludo, pelotudoooo!
–¡Devuelvan la plata!
Me tiran objetos. Un zapato, una lata de gaseosa, un
teléfono celular que pasa a pocos centímetros de mi cabeza.
Tiene que intervenir personal de seguridad, algunas personas
quieren subir al escenario, a golpearme. Corro hacia atrás, desaparezco detrás
del cortinado, busco refugio.
Sucede que a la gente le gusta ver cosas que serían capaces
de realizar. Sentirse, de algún recóndito y particular modo, identificados. Pero
la verdadera magia, cuando ven que podrían hacer algo distinto a lo que hacen, ser
distintos de lo que son, bueno, ahí les cuesta entender. Ahí se les complica.