30.6.13

Nigiri


         Carla venía pensando, desde hacía algún tiempo, en matarse. Tenía treinta y ocho años y estaba sola, no había tenido hijos. Daba clases de inglés en dos escuelas primarias, hacía algunas traducciones.
         Más allá de haber ido a un crucero donde la gente hacía cola media hora antes del desayuno para poder servirse primeros la comida, y una semana en un Club Med donde había jugado al vóley en la playa y había paseado en un barquito, en los últimos años no le había sucedido gran cosa.
         Su madre había entrado en una especie de demencia senil, y había tenido que internarla en un geriátrico. Su hermana, con su marido, se habían ido a vivir al sur, y trabajaban en algo relacionado con el turismo y la hotelería.
         La vida se había vuelto árida y gris, le daba de comer a su gato Toribio y hacía las compras en el supermercado. Se había anotado en un gimnasio del barrio pero la gimnasia nunca había sido lo de ella, ni durante la secundaria. La gente era superficial y rústica, básicos todos, aburridos. Hablaban de los atributos, las cualidades de determinadas zapatillas.
         Preparó todo para ese viernes. Dos blísters de Rivotril de 0.5 mg, pidió sushi en Bokoto para cenar. Sacó el vino blanco, de la marca alemana que le había recomendado el vendedor, de la heladera.
         La idea era fácil, sencilla. Iba a cenar el riquísimo sushi, y se iba a tomar la botella de aquel vino suave y dulzón. Cada quince o veinte minutos iba a tomarse un Rivotril, y cuando sintiera que se adormecía, se tomaría cinco o siete de un saque con lo que quedaba del vino, y se metería en la bañera para darse un baño de inmersión, un último baño de inmersión con esencia de lavanda y pétalos de flores, el agua bien caliente. Se quedaría dormida y ya no se despertaría.
         Dejó comida en el plato para Toribio, para una semana. Instrucciones sobre la mesa del comedor en una carta de dos carillas escrita con letra de imprenta. Había pagado el geriátrico de su madre un año por adelantado, y había corregido los exámenes de sus dos cursos.
         El lunes vendría Norma a limpiar, y le avisaría al portero que a pesar de tener una copia de la llave no podía ingresar al departamento, porque estaba la llave puesta en la puerta, del lado de adentro. Tirarían la puerta abajo y la encontrarían. Dejó sobre la puerta de la heladera, pegado con el imán en forma de ananá, el nombre y los teléfonos de su hermana. La palabra ‘¡AVISAR!’, así, todo en mayúscula.
         Probó el sushi, estaba riquísimo. Tomó un trago de vino y la primer pastilla, según lo planeado. Muy rico todo y hasta luego. El televisor encendido en un canal donde daban justo esa película que debía haber visto treinta veces, donde actuaba Meg Ryan de jovencita. Qué bien que le quedaba ese corte de pelo a Meg Ryan, así, como despeinado pero apenas, cortito. Ella se había hecho una vez ese corte, pero tenía las orejas muy salidas, y las orejas captaban la atención del observador, que se olvidaba inmediatamente del corte de pelo. No, a ella no le quedaba bien.
         Lloró un poco. Le dio un pedacito de salmón blanco a Toribio, que se relamía. El salmón era para los gatos como ir a Disney. Tomó más vino, con una segunda pastilla. Bostezó.
         Entonces sonó el teléfono.
         –Hola –dijo.
         –Hola –dijeron del otro lado. Era Mariano, Mariano Wilbur, de la secundaria. Le explicó, algo atolondrado, que la había encontrado en el Facebook y había conseguido su teléfono a través de una amiga. Se había decidido a llamar. Él se había recibido de ingeniero y había vivido en el exterior nueve, no, casi diez años. Pero había vuelto, y se había divorciado, también. Quería saludarla, saber cómo andaba, tanto tiempo, qué era de su vida.
         –Si te sorprendí o te agarré en un mal momento, disculpame –dijo Mariano Wilbur–. Pero me acordé de vos, y pensé en llamarte.
         –Qué sorpresa –dijo Carla.
         Quedaron para verse al día siguiente, ir a picar algo. Carla pensó que tenía todo el sábado para acomodar el departamento, rompió la carta. Sacó el tapón de la bañera que se estaba llenando. Se fijó en el blíster, había tomado sólo dos pastillas, y media botella de vino. Se fue a la cama, dejó el televisor encendido.

24.6.13

De la excelencia


         Fue estudiado, se dedicaron a estudiar el fenómeno científicos de primer nivel, de primera línea. Es verdad, lo leí en una nota o vi el videito con un reportaje, por internet. Tenés que hacer el esfuerzo y descubrir que internet es algo más que ver videos de tipos cogiendo con la careta del hombre araña puesta, o buscar por facebook fotos de tus compañeras de la primaria para ver que todas están hechas mierda, arrasadas por el micro de dos pisos de la vida que nos pasó por encima, y así quizás puedas dormir un poco más tranquila. La herramienta es poderosa, pero la imbecilidad humana sigue siendo la misma. Combinación de temer.
         Fue estudiado entonces, te decía, que para lograr la maestría en algo, en cualquier cosa, para poder tocar con maestría las variaciones Goldberg en el piano o para ser campeón olímpico de salto en largo, hacen falta diez mil horas.
         Quiero decir, las diez mil horas no garantizan que vayas a ser el mejor del mundo en nada, que seas capaz de jugar los finales de torre como Karpov o que pintes como Schnabel, pero las diez mil horas vendrían a ser la condición necesaria. La base. El agua que debe llenar el estanque para que pueda surgir la graciosa foca del talento y deleite al mundo con sus monerías.
         Así como escuchás, diez mil horas. Por eso es que yo, en lo único que puedo ser genial, un verdadero maestro, es en tomar whisky, y vos en chupar pitos. Bueno, acá estamos.

18.6.13

Motivado


         Después de un divorcio más o menos traumático, Gabriel empezó a juntar los pedazos de los vidrios rotos de su existencia. Empezó a ir a un psicólogo que le recomendaron. Un hombre de unos sesenta años que usaba camisas a cuadros, siempre, y jugaba a vaciar o llenar una pipa que jamás encendía, mientras le decía cosas como ‘no hay que dejar que la tristeza pase al cuerpo’, o ‘ponerlo en palabras es darle vida’.
         Empezó a ir a correr, Gabriel. Primero los sábados a la mañana, más que nada para sentir un poco de solcito en la cara, pero después le tomó el gusto. Se anotaba en cualquier carrera de cinco o diez kilómetros. Le gustaba estar ahí, en medio de un esfuerzo colectivo. La gente era amable, había mujeres en calzas, fijaba la vista en algún culito, y corría.
         Se puso pelo, Gabriel. Un amigo le habló maravillas de una nueva técnica de implante. No era doloroso, y su amigo andaba con el pelo por los hombros, y flequillo.
         Iba al teatro. Había un circuito de teatro under que Gabriel jamás había conocido. Buenas obras de profundos significados, al final se quedaba conversando con alguien, se levantaba alguna mina.
         El negocio empezó a repuntar. Gabriel decidió que era el momento de invertir, abrió una sucursal en Villa Urquiza. La cosa caminaba, su contador le preguntó si no se había dado cuenta que estaba facturando más del doble que el año anterior.
         Un sábado a la mañana, cuando fue a la casa de su ex a buscar a su hija Cecilia, Karina salió a la puerta, a saludarlo.
         –Te veo bien –le dijo Karina–. Mirá qué flaco que estás, y con pelo. Cambiaste el auto y todo. Lo que no entiendo, lo que no puedo entender, es por qué no intentaste hacer, mientras estábamos juntos, ni el diez por ciento de lo que hiciste después.
         –No sé –dijo Gabriel–. Da muchas más ganas saber que lo que hacés va a molestar a alguien, que lo que hacés es contra alguien, que a favor de sostener algo. Creo que hacer algo contra alguien siempre es más entretenido que hacer algo a favor. La motivación es distinta, supongo que pasa por ahí.

12.6.13

Arrabalero


         Me quedé en el centro. Tenía que ir a una reunión que se suspendió, una reunión que no se hizo, y me dio fiaca volver a las seis y pico, con todo el malón de gente.
         Me senté en la barra de un bar, un pebete de salame y manteca y una cerveza de tres cuartos, lo más cerca que podés estar de la felicidad si pasaste la 9 de julio, para el lado de Alem. En medio de la gente que salió a matar (y a morir) por unas monedas. En la ciudad se respira desesperación y fracaso, lo demás lo podés ver por televisión. Más desesperación, más fracaso.
         Había más gente, en la barra, se mezclan los que no almorzaron con los que se acuerdan que no cenaron. Había una prostituta muy cascoteada, sentada en una mesa, que abría un poco las piernas cada vez que entraba alguien al establecimiento. Había una parejita que discutía, si todavía tenían fuerzas para discutir es porque no trabajaron lo suficiente. Te espero en la bajadita, nada para decirles, te espero en alguna curva de la vida después de los treinta años y vemos qué pasa.
         El tipo, a dos butacas de distancia, habla. Conmigo, con los mozos que están detrás de la barra, con los que están sentados en las mesas. Con un triple de jamón y queso de un pan que parece gris, y debería ser blanco. Quizás es un efecto de la luz, no sé. Toma moscato.
         Habla, el tipo. Se acomoda los anteojos sobre el puente de la nariz con el dedo mayor de una mano, como si estuviera afirmando un clavo. Una de las patillas de los lentes está pegada con cinta adhesiva. El tipo debe tener, calculo, setenta años.
         Habla, el tipo, el traje le brilla de mugre. Dice que era cantor de tangos. Que una vez se fue a las manos con Canaro. Cuenta que Piazzolla le pidió por favor que viajara con él a Paris. Habla de su amistad con Leopoldo Federico, dice que fueron como hermanos. Dice, el hombre, mientras las miguitas del sánguche se le prenden de las solapas del saco como animales persistentes y decisivos, que fue el único que le podía seguir el tren, con la merluza, la sarlanga, al polaco Goyeneche. Cuenta una anécdota con Edmundo Rivero y varias mujeres en un tren. Habla de piringundines y milongas. La dulzura de Cardei, Virulazo una vez le pidió, a él, que le enseñara un paso.
         –Pero qué decís –dice un hombre que come dos empanadas y ha dejado su maletín en el piso–, todo lo que contás es mentira. Estás mezclando personas y fechas, confundís quintetos con cuartetos, decís que jugabas a las cartas con Pichuco y que tomabas whisky con el negro Lavié. Es cualquier cosa, no dan las fechas, es todo mentira. No se entiende nada.
         Se hace una pausa. El hombre tose y después termina, de un trago, su vaso de moscato.
         –Puede ser –dice, y vuelve a llenar el vaso con la jarrita de metal–, como usted dice, que sea todo mentira. Pero aún así es infinitamente más interesante que su triste vida. Qué carajo tiene eso que ver con lo que estoy contando.

6.6.13

Manuel Yung se hunde


         Quizás no tenga demasiado sentido contar esto. Éramos jóvenes, primer año de la secundaria. Hace quizás ya demasiado tiempo.
         Colegio de varones, del estado, barrio de Caballito, no es preciso dar más datos. Habíamos comenzado las clases en Marzo, y entre las cosas que tenían planeadas para nosotros, para que nos formáramos antes de salir al mundo, para que nos convirtiéramos en hombres de bien, útiles a la patria, estaba el hacer gimnasia.
         En las clases de gimnasia, en las clases de educación física, nos explicaron que una de las ventajas que tenía pertenecer a ese colegio, era que el colegio poseía un natatorio. Una pileta.
         Estábamos, qué remedio, en nuestra primer clase de natación. Más de treinta muchachitos de unos trece años, en fila, uno al lado del otro, al borde de la pileta (de ambos lados, en la parte honda). En shorts, todos, shorts azules, con el escudo del colegio cosido al short, un escudo de felpa que ni bien nos tiráramos a la pileta se haría moco y que, por órdenes de las máximas autoridades de la escuela, debía estar siempre visible y en buen estado.
         Era Mayo, y hacía algo de frío. Tenés que remontarte a esa época, un frío que no se usa más, un frío que se dejó de fabricar.
         El profesor Palmero nos daba la bienvenida a nuestras clases de natación. Flaco, severo, con el cabello teñido de un negro absoluto, peinado hacia atrás, con gomina. Iba de traje, porque habían venido, justamente para la ocasión, autoridades del colegio. Había conseguido, el colegio, un crédito para reparar la pileta. Tenían que mostrar, los funcionarios, que mientras se afanaban lo que podían, la pileta, bueno, funcionaba. Eso les garantizaba seguir afanando.
         Y ahí estábamos nosotros, entre fastidiados y aburridos, todavía sin saber muy bien para qué habíamos sido puestos sobre la faz de la tierra, para mostrar, en principio, que el colegio contaba con una regia pileta. Que la pileta, por decirlo de algún modo, tenía agua. Funcionaba.
         El profesor Palmero, severísimo, con militar cadencia, daba órdenes. Miraba a los alumnos, o sea a nosotros, como si fuéramos excremento, o quizás algo todavía más inútil. Las manos cruzadas a la espalda.
         –¡Ahora, cuando yo les indique, van a  saltar a la pileta! –caminaba, Palmero, detrás nuestro, iba y venía, quizás demasiado cerca– ¡Van a saltar al agua! ¡El ejercicio es flotar, de cualquier forma, en el agua! ¡En el agua se flota! ¿Está claro?
         –¡Sí, profesor! –gritamos todos. Estaba uno, pelirrojo, al que le decíamos colorado. Había un negro, con el pelo mota, con el cabello duro como el acero, al que le habían puesto una gorra de baño para intentar domesticarle un poco la pelambre. Había un ucraniano demasiado grandote, del doble del tamaño de nosotros. Los brazos le llegaban casi a las rodillas, yo jamás había visto brazos tan largos. En fin, muchachos de clase media como mucho, otra Argentina, cuando todavía había esperanzas, cuando todavía no se había ido todo a  la mismísima mierda, un crisol de razas.
         –¡Repito la orden! ¡Cuando yo diga que salten, ustedes saltan al agua! ¡Y flotan! ¿Estamos?
         –¡Sí, profesor! –gritamos todos. Al profesor Palmero le gustaba que respondiéramos a sus órdenes, todos juntos. Gritando.
         –¡Si alguno tienen algún problema…! –dijo Palmero, que miró por un momento a un chico que parecía tener abultado el short, como si tuviera el pito parado– ¡Si alguno no sabe nadar, lo dice ahora! ¿Alguien no sabe nadar?
         Nada. No hubo respuesta. Hacía frío, tenía la piel de gallina. Seguro que había un problema con la calefacción.
         –¡Repito, alumnos! ¡Se van a tirar al agua cuando yo lo diga! ¿Algún problema?
         Nada. Hagámoslo de una vez, y vayámonos de esta inmunda pileta donde todo parece de un desteñido verde y el olor a cloro casi marea. Los funcionarios de la escuela y de la ciudad miraban sus relojes y cuchicheaban. Querían seguir con sus vidas de funcionarios, irse.
         –¡Al agua! –gritó Palmero.
         Saltamos. Saltamos todos. De cabeza, parados. Ruido, ruido de gente cayendo al agua. Tocar el fondo y subir. Moverse, mover los brazos, para flotar, y porque el agua estaba bastante fría.
         Miro. Estoy flotando en el agua, tratando de entrar en calor, y miro. No pasa nada, flotar es fácil, y es una actividad que conviene practicar. Para el resto de la vida, digo.
         Pero algo está mal. Algo está muy mal. Se escuchan gritos y gargajeos. Alguien se está ahogando. Uno de los chicos se ahoga, se va para abajo.
         Se llama Yung. Manuel Yung, le decimos ‘Chino’, aunque no es chino, pero es oriental. Es muy flaquito, algo encorvado, usa lentes, no, no ahora que se está ahogando, cuando está en clase. Anota todo, todo lo que dicen los maestros. No tiene amigos, no habla prácticamente con nadie.
         El profesor Palmero, obligado por la situación, mientras el resto de nosotros lucha por mantenerse a flote, salta al agua.
         De cabeza, se tira, Palmero. Y de traje.
         Rescata al chico. Lo junta del fondo, y lo sube a la superficie. Nada, con el pobre chico agarrado del cuello, hasta la parte baja del natatorio. Lo saca.
         Manuel Yung está azul, o casi azul, tendido boca arriba al costado de la pileta. De rodillas, el profesor Palmero le hace respiración boca a boca, primero, y masaje cardíaco, después. Le levanta los pies y le flexiona las piernas, fuerte, contra el pecho del chico, como si estuviera intentando empujar una carretilla.
         De pronto, Manuel Yung lanza un grito. Escupe agua y algo de vómito. Su rostro se va poniendo menos y menos morado.
         Lo sientan. Hemos ido saliendo todos, yendo hasta donde está Manuel Yung, ahora sentado. Lo dejan respirar. El profesor Palmero chorrea agua de los bolsillos del saco. Le falta un zapato.
         –¡Les pregunté si alguno no sabía nadar! –está, el profesor Palmero, visiblemente ofuscado. Mira el estado de su traje y niega con la cabeza. Debe ser su único traje– ¡Les pregunté si había algún problema con tirarse al agua! ¿Qué carajo les pasa?
         –Non tendo –dijo Manuel Yung, secándose las lágrimas con el antebrazo. Manuel Yung, tiempo después, nos contaría que había llegado de Corea hacía menos de tres meses. Sabía, como mucho, quince palabras en castellano.