30.5.13

Linda


         A Linda le decían Linda desde que podía recordar, desde siempre. Le decían Linda, justamente, porque era linda. Esas bellezas naturales, como la lluvia, como el amor, sin explicación. Sin causa.
         Hasta que un día, Linda, que estudiaba para bioquímica como su papá, trabajando en un laboratorio, manipulando unos reactivos, tuvo un accidente. Se tropezó, Linda, y una probeta que llevaba en una mano cayó al piso, al tiempo que Linda caía al piso, también. Y un ácido la salpicó, le quemó un costado de la cara.
         Le quedó una mancha, a Linda, en el rostro. Una mancha bastante grande, que le cubría prácticamente el costado derecho de la cara. Morada, era la mancha, entre morada y púrpura. El ácido le había achicharrado la piel. Como esas personas que a veces uno ve que han nacido con esas manchas de nacimiento, pero peor, mucho peor. Porque no era de nacimiento. Porque Linda había sido linda siempre, y ahora costaba mirarla a la cara.
         Pasaba algo  más, también. Los que conocían a Linda, no sabían si debían continuar diciéndole Linda, porque Linda no se llamaba Linda, y ahora tampoco era linda.
         Los que conocían a Linda, entonces, si le decían Linda sentían que se estaban burlando, que quizás la molestaban por estar diciéndole, a Linda, algo que no era verdad, no era cierto. Y si decidían llamarla por su nombre, a Linda, bueno, era demasiado grosero, como si le recordaran a Linda que ya no era más linda, y Linda se los quedaba mirando.
         A Linda le parecía que si le decían Linda estaba mal. Y si no le decían Linda, bueno, las cosas se habían puesto aún peor.
         Mientras tanto, yo recorro la ciudad y sueño con conocerla. Ya no es linda, brilla algo.

24.5.13

Caída libre


         Sucedía, qué novedad, que yo andaba con ganas de coger. Por lo general, por todo lo que sufrí de chico, por larguísimos períodos de abstinencia que comenzaron en la adolescencia y se extienden sin dificultades en mi vida adulta, tengo ganas de coger. Sucede que a veces esas ganas se intensifican, me aturden, me impiden pensar en otra cosa.
         Me despertaba a la mañana con el pito muy parado, me quedaba con el labio inferior apenas entreabierto mirando el escote de la señora que me cortaba doscientos gramos de salame en la fiambrería, con el particular detalle que la señora de la fiambrería debía tener unos setenta años o quizás más, cuando pasaban cerca mío chicas que iban al colegio secundario en pollera, olisqueaba el aire para sentir esa deliciosa fragancia a culo sin demasiado uso. Bocanadas de culo fresco.
         Fui a ver a una prostituta. No es lo ideal, por cierto, conviene por lo general coger con alguien que tenga ganas de coger también, eso hace que todo, la situación, se vuelva más amable. Pero sentía que si no la ponía un poco me iba a estallar un huevo. Notaba que mis escleróticas pasaban del blanco a un marfileño matiz, inequívoca señal que la leche me había subido a los ojos. Necesitaba desfogarme.
         Agarré los clasificados en el trabajo, me encerré, hice un par de llamadas. Nada original, por cierto. Arreglé para ir a las seis de la tarde a un departamento en Marcelo T. de Alvear y Suipacha. Trescientos pesos, la chica, decía el aviso, se llamaba Nancy.
         Fui caminando. Luego hice la parte difícil, detenerme en la entrada del edificio, tocar el timbre bajo la despreciativa mirada de un portero, una mirada que parecía decir ‘otro retardado más que tiene que pagar para coger’. Eso hacía que me sintiera mal, un despreciable ser, solo, enfermo.
         Pero las ganas de coger se imponen por sobre casi todas las cosas. Las ganas de coger pueden aparecer en medio de un velorio o después de un terremoto. Las ganas de coger son uno de los motores del universo.
         Toqué timbre arriba, al final del pasillo, 9E. Me abrió una chica, usaba una bata de toalla de un desteñido verde, y dejaba entrever que iba, debajo, en bombacha y corpiño. Tenía el cabello húmedo y recogido. Morocha, no muy alta, culona, con antropomórficos rasgos de haber nacido en el noroeste argentino.
         –Hola, ¿Nancy? –sonreí, transpiraba un poco–. Qué tal, soy Mariano –dije.
         Sonrió ella también, dominaba el oficio. Me hizo sentar en un silloncito y me ofreció un vaso de gaseosa sin gas.
         Hablamos un par de minutos, del clima, del tráfico, generalidades. Le pregunté, otra vez, la tarifa. Me dijo, otra vez, trescientos pesos, un servicio. Saqué trescientos cincuenta pesos y se los di. Me miró.
         –Tratame bien –dije. Siempre creí que es un noble gesto apostar a lo mejor del alma humana. La propina, por algo que no recibiste. La propina por adelantado. No, el mundo no se ordena lustrando a los delfines con Blem, ni impidiendo que se hagan zapatillas con piel de culo de niños africanos. El mundo mejora dando propina, podés ir anotando.
         Fue a guardar la plata a la cocina y volvió. Me puse de pie. Nos abrazamos. Es una parte difícil también, el preámbulo, sin excederse. No te podés poner a besuquearla como si fuera tu novia, las prostitutas no aceptan que las beses. Pero podés tocar un poco, una nalga, las tetas. El cuerpo es la mercadería que viniste a utilizar, para eso pagaste.
         Nancy se sacó con un estudiado movimiento la bata, luego el corpiño, tenía buenas tetas, generosos pezones. Ella me pasó el dorso de la mano por la bragueta, yo le apreté un poco las nalgas mientras me la apoyaba.
         Antes de desvestirme, antes de proceder con la fornienda, algo más. Bajé la cabeza, y me zambullí entre sus tetas. Quería rozar con mi nariz esos maravillosos pezones, retener un pezón en la boca y recordar esa sensación tan cálida, tan dulce. Ya podía sentir mi erección, el desbocado caballo del deseo cruzando las colinas de la desesperación. Sabía que en cuanto la pusiera, acabaría en menos de un minuto. Yo era un kalashnikov, una metralleta uzi.
         Había poca luz. Apoyé una mejilla contra sus tetas, mientras ella me tenía agarrado de la japi, ya me había bajado la bragueta y su mano hurgaba con solvencia. Faltaba que me separase para terminar de desvestirme, y acometiera entonces la tarea como un famélico chancho pecarí, y listo. Fumar un cigarrillo, quizás, saludar. Desde la cocina se escuchaba el sonido de un televisor encendido. Dibujitos animados.
         Pero sentí algo raro. Me separé, había sentido algo extraño. No, ahí no, más arriba. Me pasé una mano por la mejilla, y la tenía húmeda. Instintivamente, me pasé la mano por la mejilla y me llevé los dedos a la nariz, era un olor lejano y familiar. Un dulzón aroma que yo, desesperado por coger, no conseguía descifrar. Pero tenía húmeda la mejilla, y eso era raro.
         –Uy, perdoná –dijo Nancy, fue a la cocina y volvió con una toalla de mano–. Es que fui mamá hace tres meses, y todavía me sale un poco de leche de los pechos.
         Me pasó la toalla por la mejilla. Me volví a sentar en el silloncito, con la desteñida toalla en las manos. Se me había muerto la japi, había desaparecido por completo, muerta para siempre. Mis huevos eran dos arvejas, yo era un asco de persona, un despreciable ser, manoseando las tetas de una mujer que quizás acababa de amamantar a su bebé en la cocina.
         –Bueno, ¿vamos? –Dijo Nancy, y se arrodilló para ayudarme con el pantalón.
         No había ninguna posibilidad de redención para mí. Había caído a lo más bajo, no habría perdón para mi alma.
         Me puse de pie. Para irme. Debía bañarme con detergente, con lavandina, abrazar la religión, irme a meditar a una cueva en el Himalaya, visitar geriátricos y leerle a los viejitos libros de Coelho, no sé.
         –Dale, levantá la pierna –me miró, Nancy, me miró y sonrió lo mejor que pudo–. Yo te ayudo con los zapatos.

18.5.13

Sueño que estoy muerto


         Sueño que estoy muerto. Nada, eso, estoy muerto, y el mundo sigue existiendo. Veo todo con claridad, perfectamente. Hay árboles y flores, perros que ladran y mueven la cola, llueve en alguna ruta mientras alguien conduce y escucha música clásica en la radio. Creo que Shostakovich. Alguien fuma, alguien da la primer pitada a un cigarrillo y siente que el mundo se ordena. Alguien asoma la nariz a un café con leche y deja que el delicioso humito ascienda por sus fosas nasales. Risas, oigo risas de niños pequeños, risas como pedacitos de magia.
         Todo está allí, todo lo que siempre me gustó de estar vivo está ahí, pero yo no estoy, porque estoy muerto. Quiero gritar, quiero decir algo al respecto pero no me sale nada, muevo los labios, tenso las venas del cuello, pero soy un televisor en blanco y negro en mute.
         De pronto me despierto. En realidad no me despierto, me despiertan. Moni me está tocando un hombro.
         –¿Eh? –digo– Qué hora es.
         –Nada, las cinco de la mañana –pasa una mano por mi sudado torso–. Me pareció que llorabas. No puede ser, decías, puta madre, no puede ser. Estoy segura que decías eso.
         –Ah, sí.
         –¿No me traés un vaso de agua? Estoy muerta de sed.
         –Claro –me siento en la cama. Me pongo de pie. Voy a la cocina. Abro la canilla. Lleno un vaso con agua. Vuelvo. Doy un sorbo, al  agua, al vaso, para que no se me vuelque mientras camino por el pasillo. Le paso el vaso a Moni, que está sentada contra una almohada.
         –Gracias –dice–. No sé qué haría sin vos.
         –No sé –digo–. Supongo que te irías a buscar el agua vos, seguirías.

12.5.13

Niñez extraviada


         Camino por la calle, voy hacia alguna parte. Si vivís en una ciudad, si sos un occidental adulto más o menos civilizado y vivís en una ciudad, bueno, por lo general caminás por la calle, por lo general vas a alguna parte. Es lo que podríamos decir, parte de tu cotidianeidad. Rutina.
         Entonces veo algo.
         La verdad que no hay que ver nada, por la sencilla razón que no hay nada para ver. Si levantás la vista no vas a ver mucho más que enloquecidos rostros, presos del espanto y el más puro estupor. Todo el mundo apurado, todo el mundo tiene algo tremendamente importante para hacer, aunque si los pararas de a uno y les preguntaras por qué, por qué hacen lo que hacen, o para qué. En el 97% de los caso no sabrían qué responder.
         Lo que vi fue a un hombre, bastante mayor, más de setenta años, seguro. Una boina escocesa, gruesos lentes, de esos que dejan los ojitos chiquititos, casi traslúcidos, bien atrás, como medio metro atrás de la cara. Una de las patillas de los anteojos pegada con cinta scotch. El hombre tenía un bastón, también. Mal afeitado, con medias y una especie de pantuflas, como si hubiera bajado a la calle a comprar un remedio, o pan. Casi te diría que tenía puesto el pantalón del pijamas, y en la parte de arriba una camiseta, y un pulóver. Tenía un ínfimo y repetitivo movimiento de cabeza, lateral. Lucía algo confundido, inestable.
         Estaba parado, el hombre, frente a la vidriera de una veterinaria. Miraba, con fascinación, una jaula con pajaritos.
         Me detuve, lo miré. El hombre seguía con los ojos el movimiento de uno de los pajaritos en particular, quizás era un gorrión, la verdad no sé, no entiendo un pomo de pájaros. Parecía, el hombre, sonreír, apenas, para después murmurar algo, como si le estuviera hablando al pajarito, o quizás, me pareció, cantaba una canción.
         Me enternecí, me quebré. Quizás el hombre recordaba alguna escena de su niñez, en un alejado pueblito de su provincia natal, una infancia donde los gorriones cantaban en los árboles mientras él juntaba ciruelas o naranjas para que su madre preparara mermelada. El hombre soñaba con los ojos abiertos, llevado por pajarito de inflamado pecho, recordaba alguna lluvia donde fue feliz, el olor de la tierra mojada, los ladridos de su perro.
         Entré a la veterinaria, fue un impulso. Me atendió un muchacho con los dos dientes delanteros el triple de grandes de lo normal, como si fuera un descendiente de un roedor o un marsupial. Aburrido hasta el cansancio que todo el mundo entrara a preguntar por los cachorritos, pero después nadie compraba nada.
         Compré el pajarito. Sí, lo compro, lo llevo, envolvemeló, no, es un chiste. Sí, te compro también, para llevarlo, una pequeña jaula.    
         Pagué, salí.
         –Tome –le dije al hombre que todavía seguía ahí. Se sorprendió. Me miró, retrocedió medio paso, se rascó la barba–. Es para usted.
         Sostuve la jaula en alto, frente a su acuosa mirada. Me pareció que lagrimeaba un poco, emocionado, no se lo esperaba.
         Tomó la jaula, con las dos manos. Enganchó el bastón debajo de una axila.
         –Gracias –dijo, en un hilo de voz–. Gracias.
         Corrió la traba de la metálica puertita, con cuidado, con mucho cuidado, metió la mano. Ahí entendí, el hombre deseaba liberar al ave, ver al pájaro elevarse en el cielo, recordar aquella sensación, la infancia perdida. Había una canción, una canción que yo había escuchado hacía muchísimo tiempo, ‘niñez extraviada’.
         Sacó el pajarito y lo sostuvo, con ternura, en una mano. Ya casi estaba llorando yo también. En un mundo tan horrendo quedaban todavía pinceladas de belleza, cuando se lo contara a la noche a Moni.
         Puso una mano sobre la cabeza del pajarito. Una bendición, una caricia de despedida.
         Hizo un movimiento, giró ambas manos, en sentido contrario, el movimiento que uno haría para abrir un frasco de mayonesa.
         Crac.
         Tiró un poco, y le arrancó la cabeza, al pajarito, su ojito lateral me miró de la manera más extraña.
         –Mi tío los hacía a la cacerola –se lo guardó, el cuerpo, el pajarito, en un bolsillo del pantalón–. Con papitas, cebollas, zanahorias y morrones. Una delicia.

6.5.13

Empírica evidencia


         Entro a un bar, a desayunar. Es, que yo recuerde, una de las pocas cosas interesantes que tiene estar vivo. Sí, desayunar. Si algún día te parece que la vida no tiene sentido, si algún día no das más y te estás por matar, andá a un bar. A desayunar.
         Me siento.
         El mozo viene a tomarme el pedido, y por cortesía, porque debe ser el estilo del bar, me trae un diario. Mientras le digo (café con leche, una medialuna), deja el diario sobre la mesa. El mozo se va.
         El mozo vuelve, con mi café con leche, con mi medialuna. Yo estoy mirando por la ventana del bar.
         –Te traje el diario –me dice el mozo, señalando, con el mentón, el diario que ha dejado sobre la mesa.
         –Sí –le digo, porque lo que ha dicho es cierto. El diario está ahí, como empírica evidencia.
         –Pensé que querías leer el diario –dice el mozo. Ha dejado el café con leche y la medialuna, pero no se retira. Al parecer no ha terminado el contacto.
         –No –digo, y vuelvo a mirar por la ventana. Pasan los autos, si vivís en una ciudad pasan autos, siempre. Una mujer que quizás de joven fue linda pero ya no, con el cabello teñido de un amarillo excesivo, baldea la vereda. Un hombre desayuna sentado en una mesita de afuera, a pesar del frío. Tiene dos bull dogs a sus pies y le limpia, a uno, la boca, con una servilleta de papel. Pasa un paseador de perros llevando diez perros o más, y empujando una bicicleta con la otra mano. Se produce una breve disputa de perros, entre el grupo del paseador, y el par de bull dogs. Un concierto de ladridos que el paseador se encarga de sofocar retando a dos o tres perros por su nombre. Alguien sale a la calle y enciende un cigarrillo, alguien habla por teléfono en un tono de voz que parece querer decirle, al universo todo, que quizás parece un boludo pero no es ningún boludo, a él le suceden cosas importantes.
         –¿Por qué no? –dice el mozo.
         –¿Eh? –me sorprende, la pregunta. Me sorprender verlo todavía de pie, junto a la mesa, con el diario ahora en la mano.
         –Por qué no querés leer el diario –dice el mozo, y sonríe, apenas. Mueve, el diario, dos veces, cerca de mi rostro, como si me estuviera abanicando.
         –Porque no –le digo–. Porque el diario es una estupidez inventada para tipos como vos que no tienen la más puta idea de qué va la cosa. El diario es para gente que necesita que le expliquen lo que está pasando, así como hay gente que necesita escuchar el pronóstico meteorológico por televisión para saber si tienen frío o calor. El diario es para pelotudos que jamás tuvieron una idea ni la van a tener. El diario es para tipos que se atiborran los domingos viendo tres partidos de fútbol por televisión, después de una semana de ver programas de concursos donde la gente baila o canta y sueña con dejar de ser lo que son, mientras bailan, mientras cantan. Un tipo que lee el diario es un fracasado, sin excepción. Y además, porque no me interesa la realidad. Prefiero la ficción.
         Se queda muy quieto, el mozo, mientras yo doy el primer sorbo al café con leche. Me parece que separa un poco las piernas, para estabilizarse, como si se hubiera mareado, y hace un sonido, con la garganta, un hipo que bien puede ser un contenido sollozo venido de quién sabe dónde, de alguna parte.
         –No me hagas caso, loco, era un chiste –extiendo la mano, hacia el diario– ¿No sabés cómo salió Atlanta?