30.1.13

Siempre es tarde


         Tarde. Siempre es tarde. Tu amor llega tarde, tu amor huele a queso dejado demasiado tiempo en la góndola de un supermercado de barrio. Para ser feliz, es tarde. Para ser feliz deberías recibir ese cucurucho de chocolate y limón en la heladería ‘Caballo loco’ en Miramar, y tener nueve años, y que el heladero no se rascara el culo, bien adentro, mientras te pasaba el helado, el cucurucho, con la otra mano. Es tarde para descorchar ese cabernet porque ya estuviste en pareja demasiadas veces, y te casaste, y te divorciaste, también, y te desvistieron sin el apropiado entusiasmo, y tenés la vagina más seca que una baldosa de porcelanato.
         Es tarde, claro que es tarde. Tarde para leer ese libro que leíste diez años tarde. Tarde para salvar a ese fox terrier pelo duro porque el camión dio marcha atrás y se oyó apenas un agudo ladrido, metálica pena, y cuando le dijiste a los del camión que pararan, que cuidado, estaban escuchando cumbia bien fuerte. ‘Amigo’, ‘eh, amigo’, te decían, se reían, y arrancaron.
         Ya es tarde para llegar a la estación de micros y decirle que no se vaya, es tarde para abrazar a tu padre y decirle que entendés incluso lo que él jamás quiso que entendieras, es tarde para saber qué querés ser cuando seas grande.
         Es tarde para caminar por la playa de la mano, es tarde para ver llover, es tarde para el café con leche y las tostadas y las ganas de estar juntos por todo el verano.
         Es tarde, sabés que es tarde y que te vas a morir. Dicen que después tenés todo el tiempo del mundo.

24.1.13

Nancy va a trabajar


         La prostituta viaja a su trabajo. Son las once de la mañana. Hace un turno de diez horas, empieza a atender después de las doce del mediodía. Trabaja en un pequeño departamento sobre la calle Marcelo T. de Alvear, con otras tres chicas. Se turnan, dos y dos, y el Toti o Rulo que vigilan que nadie se haga el loco, las cuidan.
         Se acuesta, Nancy, con un promedio, entre cinco y nueve tipos por día. Trescientos pesos por tipo, el treinta por ciento es para ella. Y las propinas.
         Viaja en colectivo con los auriculares puestos, le gusta escuchar la radio, enterarse lo que pasa, y un poco de música. Acaba de dejar a su  hija en el colegio. Iris, su pequeño milagro, su sol. Todas las prostitutas tienen una hija, real o imaginaria, por ellas trabajan, siguen con ese asco de vida.
         Mira, Nancy, un rápido paneo detrás de sus lentes oscuros que le cubren la mitad del rostro y le tapan las ojeras y el fastidio. El colectivo lleno. La gente, hombres, muchos hombres, yendo a sus trabajos, conversando con sus esposas o novias, o hablando por teléfono celular con alguien que del otro lado les contesta, los escucha.
         De pie, Nancy, la cartera pegada a la panza, piensa que todo es mentira. Esos tipos que parece que tienen esposas, trabajos, hijos. En un rato nomás, comenzarán a tocar el timbre. Nerviosos, sudados, furtivos. Para pedirle que se las chupe, que se las chupe más, que se trague el esperma mientras ellos se ponen una careta del hombre araña o la estrangulan. Hombres que le pagarán cincuenta pesos más si ella se viste de colegiala y acepta hablar como una nena chiquita. Hombres que lo único que quieren es que ella les diga ‘papi’ o ‘ay, papito’, o ‘qué grande que la tenés’, ‘uy, eso duele, duele mucho’.
         Hombres que cogen y mientras cogen la obligan a decir, a ella, que es una puta de mierda, y la insultan. Hombres que quieren que ella les meta un consolador fosforescente en el culo.
         Qué mierda, por Dios. Qué vida de mierda, cuánta hipocresía. Detrás del decorado sólo hay bestias sin alma, locura infinita.
         –Sentate, por favor –un muchacho, no más de veinte años, muy serio, peinado para el costado, con gruesos lentes y un par de libros en la mano. Se aparta un poco, una persona se ha levantado y él, que está de pie justo frente al asiento vacío, lo señala, se lo ofrece.
         Quizás no todo sea tan malo, piensa Nancy, que viaja a su trabajo vestida con mucha discreción, podría ser una mujer yendo a un banco, a una oficina. No es voluptuosa, su cuerpo es duro, compacto.
         –No, gracias –¿Me estaré volviendo vieja?, piensa también.

18.1.13

Ladrar y morder


         El dicho, justamente, dice, eso de ‘perro que ladra, no muerde’. Es un dicho popular, no hay que darle demasiadas vueltas al asunto.
         Significa, el dicho, lo que quiere decir, es que perro, un perro, que ladra, bueno, no muerde, o sea, no te va a morder. Podríamos decir, entonces, que si el perro te ladra, te está avisando. Ahora, sería bueno saber qué carajo te está avisando. Porque si no te está avisando que te va a morder, puede que te esté avisando que tu novia coge con otro, o que tenés una goma baja (el auto, no tu novia), o que Batistuta y Crespo pueden jugar juntos. El perro te puede estar avisando muchas cosas.
         Si el perro te ladra, para no morderte, estamos en presencia de una criatura muchísimo más compleja de lo que suponíamos. Aquí también se abren dos magníficas líneas de razonamiento. Una sería que el perro disfruta, disfrutaría mucho con morderte, pero se priva, elige ladrar. Así como alguien se priva de fumar o de beber, el perro sabe que morder le hace mal a la salud (a la salud de él, a la tuya también, pero tu salud no tiene para él tanta importancia) y elige cuidarse. Muerde sólo los fines de semana, ponele. La otra vía argumental sería que el perro ha descubierto que le da mucha más satisfacción ladrar que morder, algo así como los tipos que insisten en hablar de sexo todo el tiempo en las oficinas, o que no paran de ver pornografía y de decir insinuaciones a las chicas que pasan por la calle. Pero si la chica se detiene a escucharlos, si la chica está, por decirlo de algún modo, predispuesta a interactuar, el sujeto se aturde y huye, el sujeto no sabe cómo proceder.
         También podemos estar en presencia de una fantástica maniobra distractiva, una ingeniosa campaña de marketing. El perro ladra, para que pienses que no muerde, y luego te muerde. El perro ladra y muerde, y se ríe además, después de morderte, por lo tonto que fuiste. O te dice que te mordió por tu bien.
         También, desde ya, habrá perros de lo más sofisticados, que no ladran ni muerden. El perro no ladra, para que pienses que muerde, pero tampoco muerde. El perro no quiere hacer un pomo, puede que el perro esté un poco hinchado las pelotas o con ganas de tomarse un whisky. Al perro, en este caso, le importa un carajo tu absurda existencia. El perro está en otra cosa.

12.1.13

Como la flor de loto


         En el edificio donde vivo, en la puerta del ascensor de los departamentos ‘B’, lo he notado, han hecho inscripciones con una llave. El ascensor, para los departamentos ‘B’, está al fondo del pasillo del hall de entrada. Los departamentos ‘B’ son los del contrafrente. Los dueños de los departamentos ‘A’, que son al frente, también prefieren usar el ascensor de los departamentos ‘B’, ya que los conduce a la puerta de servicio, de sus departamentos ‘A’. Si los dueños de los departamentos ‘B’ subieran por el ascensor correspondiente a los departamentos ‘A’, descubrirían que no tienen ninguna puerta a la cual pueden ingresar (yo lo he hecho, quiero decir, lo he intentado). Descubrirían que no los conduce a ninguna parte. Entenderían también, muy probablemente, las diferencias que existen entre ‘A’ y ‘B’, en un sentido algo más amplio, me atrevería a decir existencial.  
         El asunto es que lo noté el otro día, de casualidad, esperando el ascensor en la planta baja. En la puerta del ascensor, han escrito con una llave, rayando el metal. Dice el nombre del portero. El portero se llama ‘Pedro’. Dice, escrito con llave, ‘Pedro puto’. También dice ‘Limpiá, Pedro’. Y dice ‘Pedro me cojo a tu hija’. Creo que el portero, Pedro, tiene dos hijas. Habría que ver a qué hija en particular se refieren, hay una que es muy bonita.
         A veces bajo a dar una vuelta por el parque, muy temprano. Troto, camino, me arrastro, practico repting, según cómo me sienta, según mi estado de ánimo. La intención es llegar luego, al trabajo, ya cansado. Para no pensar. Durante un tiempo pensé que pensar me podía ayudar, pero después me di cuenta que no, que pensar era peor. Pensar te puede matar en muy poco tiempo, y pensar, en el 97% de los casos, no cambia nada.
Vuelvo del parque, todavía sigue siendo temprano, veo al portero. El portero limpia con una parsimonia que tanto podría calificar como abulia o esmero, la puerta del ascensor.
         –Buen día –le digo.
         –Buen día –me dice, y suspende la tarea, se aparta, para que yo pueda utilizar el ascensor.
         –Pedro –digo–, la verdad que quiero felicitarlo –me mira, dirige hacia mí su bovina mirada–. Hace una semana noté las inscripciones de la puerta. Son ofensivas e insultantes, cualquiera se hubiera indignado. Pero usted permanece impertérrito, incólume, estoico, me atrevería a decir. Usted sigue limpiando esa puerta, haciendo brillar la injuriante superficie. Es evidente que habita en usted un ser superior, con intuitivos conocimientos de milenaria sabiduría zen. Hay monjes que se pasan toda una vida en inhóspitos monasterios sin lograr su comprensión sobre lo efímero de la existencia. El saber que todo pasa, que todos somos uno, que somos apenas espacios de conciencia. Usted hace un maravilloso ejercicio de aceptación, no responde a la violencia, sabe que debe fluir con el río de la vida. Como la flor de loto, que surge del más hediondo de los barros, y regala luego su exquisito perfume, transmutando la mugre, la porquería, en belleza. Lo admiro.
         –No –me mira, Pedro, con la franela sobre el hombro, los brazos, quizás excesivamente largos, colgando al costado del cuerpo, el cabello teñido de un negro casi azul, como si se hubiera teñido con pomada para zapatos–. Me dijo el abogado que deje todo así. Que saque unas fotos. Dijo que con esto puede pedir una indemnización que me voy a quedar con medio edificio. Manga de forros.

6.1.13

Pirámides, camellos


en la morgue
los cuerpos se impacientan.
quieren terminar los trámites
y saber
si la vida después de la muerte
es igual
o mejora

sospechan que el más allá
es un tiempo compartido.

los médicos más jovencitos se ríen
de los tatuajes
que ya nada representan
(sin lienzo no hay pintura posible).

alguien discute a los gritos por
teléfono
y juega a pinchar el dedo gordo
de un pie
con una birome verde.

alguien deja su taza de café con leche
demasiado cerca de una rodilla que
alguna vez tuvo fama de trofeo.

en la radio suena una canción de Shakira
que hace pensar en pirámides, en camellos.

los vivos y los muertos.
los vivos y los muertos.