28.2.13

Presentoyentregovanallevar

         Entré al subte. Sí, entré al subte. No, no vivo en Montecarlo, ni estoy filmando un documental en el Congo sobre la vida del gorila plateado. Te cuento lo que me pasa.
         Entré al subte, debían ser las nueve de la mañana. A esa hora la línea B estalla de gente.
         –¡A ver, forros, si me escuchan! –Hice parlante con las manos, grité bien fuerte. Soy alto, además, casi un metro noventa– ¡Presten atención, les voy a contar algo!
         Alguien tosió, un chico cerró el libro que estaba leyendo. Había un vendedor que vendía unas linternitas. Apagó la linternita, hizo silencio.
         –Fracasamos –dije–. Fracasamos todos. Estamos acá porque fracasamos. No nos salió nada de lo que queríamos ser cuando éramos chicos. Estar acá es la muerte, es peor que estar muerto.
         –No se hagan ilusiones –proseguí–. Ni se les ocurra pensar que esto es temporario. Lo temporario es permanente. Vas a seguir casada con ese imbécil hasta que se muera de un infarto, y después vas a tratar, con lo que queda de vos, tu mendicante fuselaje, de buscar otro imbécil, más o menos parecido. Vas a trabajar en esa oficina otros veinte o treinta años. Y te vas a poner triste cuando te digan que se vendió, el banco, la empresa, a otro banco, a otra empresa.
         –No hay más nada –tuve, por un instante, un acceso de llanto, pero logré sofocarlo–. La vida es una mierda, vamos como valijas en una cinta transportadora que gira y gira sin que nadie nos elija. Vivimos de imaginar una semana en Pinamar, un cumpleaños, cambiar el auto. Pero  no sirve, vivimos de algo que existe solamente en nuestras mentes y no sucederá jamás. Y si sucediera, algo de lo que esperamos, jamás será como lo esperamos. Se enchastraría inmediatamente de nuestra pútrida y pestilente realidad. La única forma de no estar acá sería ser otro, pero no nos sale ser otro. ¿No sienten? ¿No sienten cómo gotea la tristeza de nuestros mugrientos corazones?
         –Estamos muertos –hice una pausa, respiré hondo– ¡Estamos muertos, pelotudos! La vida no tiene sentido. Nada, eso.
         Dos o tres personas aplaudieron. Una señora se acercó, me tocó un hombro, y me dio dos pesos. Un pibe muy flaquito, de lentes con vidrios verde claro, me preguntó si yo daba clases de stand-up comedy. Me dijo que tenía todos los capítulos de Seinfeld grabados.
         El vendedor de linternitas volvió a encender la linternita. De algún celular sonó el chikichi de una cumbia. Me tenía que bajar en Callao, pero justo se desocupó un lugar y me senté. Me quedé sentado.

24.2.13

De la vida


         Te explico más o menos todo lo que tenés que saber de la vida. Bueno, no, en realidad no. No te explico, te cuento. Hace tiempo que, la vida, sí, claro, a mí también, me sentó de una patada en el pecho. Cada tanto, cuando te creés que sabés algo, la vida hace eso, como un anticuado y severo padre que decide aplicarte un correctivo. Yo ya no explico más nada.
         En la vida hay un montón de cosas, muchísimas cosas, que te faltan. La vida se estructura, entonces, consiste, en luchar contra esas carencias. Conseguir, por decirlo de algún modo, porque de algún modo hay que decirlo, lo que te falta.
         La situación es acompañada de tener, de poseer si querés, de una o dos cosas, demasiado. Son como las condiciones iniciales del problema. Así entrás a la cancha, con eso arrancás.
         Acá es donde se pone divertido. Como lo que te falta te falta, nunca sabés dónde está la línea (que por otra parte, para tu conocimiento, tampoco existe, o mejor dicho, se mueve), en la cual lo que te falta deja de faltarte. Lo que te falta te faltó por tanto tiempo, esa necesidad fue tan intensa, que aunque pudieras lograrlo, jamás sabrías hasta dónde, el punto exacto en el que estás satisfecho y no necesitás más de eso, de eso que te faltaba.
         Por lo tanto, es inevitable y al mismo tiempo el mejor de los casos, vas viviendo con lo que te falta, hasta que de pronto, por una curiosa mezcla de azar y destreza, puede que tengas demasiado.
         Mientras tanto, con paciencia de araña, aquello de lo que tenías demasiado, comenzará a faltarte. Esas dos o tres cosas que en verdad importaban y a las que no les llevaste demasiado el apunte.
         Te encontrarás entonces, si tenés suerte, en determinado momento de tu vida adulta, con que ahora sí tenés demasiado de aquello que te faltaba. Y no tenés, ya casi no te queda nada,  de aquello que al principio te sobraba (sí, claro, pensé que no hacía falta que lo dijera: tiempo, salud, amor, ganas, ganas de cualquier cosa, ganas de comer dulce de membrillo o de acariciar un perro o  de ver llover, alegría de vivir, en fin, esas cosas).
         Sí, claro que sí, tiene que existir un lugar entre lo que te falta y tener demasiado. Es un pueblito llamado ‘Suficiente’. Yo estuve de vacaciones una vez, un clima de mierda, no había casi  nadie. No pasaba nada.

18.2.13

Un millón cuatrocientos setenta y tres mil doscientos cincuenta y cuatro dólares


         La verdad es que no sé cómo ocurrió con exactitud. Yo me tenía que encontrar con la escribana en la esquina de Riobamba y Bartolomé Mitre para darle el certificado de defunción y el documento de la abuela Martita. La sucesión no termina nunca, y hasta que no termine no podemos vender esa casita en Villa Domínico. La hicimos tasar, y parece que vale como setenta y cinco lucas. Dividido tres, menos los gastos, sirve. Pero la escribana tiene sus tiempos, y siempre pasa algo. Después de casi siete años de tener a la pobre Martita en el geriátrico, que ni siquiera nos reconocía.
         Me llamó al celular, la escribana, habíamos quedado a las seis en esa esquina cerca de su roñosa oficina. Me dijo que se había caído del colectivo, estaba en la guardia del San Camilo. No sabían si era una fractura de tobillo, le tenían que poner una bota de yeso. Sí, claro, dejábamos la reunión para otro día.
         Caminé hasta Callao, entré a tomar una cerveza en ‘La Academia’. De la mufa que tenía, y para dejar pasar un rato antes de volver a casa. No me salía una.
         Se armó un quilombo tremendo. Entró la policía. Hubo un par de tiros y todo, un tipo de bigotes sacó un arma, otro tipo peinado con gel trató de escapar por la parte de atrás del local. La gente gritaba, se hizo un tumulto. Lo tiraron, al de bigotes, al piso, y lo esposaron. En la calle sonaba una sirena, una chica lloraba y gritaba que se había cortado, al caerse, con un vidrio.
         No sé cómo quedó la valija, junto a mis pies.  La agarré, no me preguntes por qué, la agarré y salí caminando, muy despacio, la carpeta con papeles para la escribana en una mano, la valija con rueditas, como si fuera mía.
         Me volví a casa en subte. Me bajé en Lacroze, caminé muy despacio las cinco cuadras, arrastrando la valija. Prendí un cigarrillo. Moni todavía no había llegado de dar clases. Me duché, me puse un short y una remera, me senté en el dormitorio, con la puerta cerrada.
         Abrí la valija.
         Plata. Mucha plata. Toda la plata del mundo. Guita. Tardé un rato largo, porque desarmaba los fajos y contaba, y miraba, y fumaba, y tomaba un poco de tónica de la botella. Y no me lo creía.
         Un millón, cuatrocientos setenta y tres mil, doscientos cincuenta y cuatro dólares (1.473.254 dólares). Ahí, en fajos de diez mil. Crujientes dólares, nuevitos. El olor de la guita inundó la habitación. Como un olor a podrido, pero agradable a la vez. Había un arma, también, en uno de los bolsillos de la valija. Una Ruger 380 lcp, busqué las características por internet. Una pistola que cabía en una mano, chiquita.
         Fumé otro cigarrillo en el balcón, sentado en la silla de plástico Mascardi, viendo cómo pasaban los autos por la avenida. Abril y no refrescaba. Estaba nublado, eso sí, a la noche llovería.
         Al rato llegó Moni.
         –¿Ya llegaste? –dijo desde la cocina.
         –Sí, vení –le grité desde el balcón.
         Entró al cuarto, vio lo que pasaba. Todo el dinero desparramado sobre la cama. La pistola no la vio, la había guardado en un cajón de mi mesita de luz.
         –¿Y esto? –me miró, la miré, me rasqué la panza con el revés de un pulgar– ¿Qué es esta plata?
         –La encontré en un bar –dije–. Entró la policía a detener a unos tipos, y en el barullo quedó la valija junto a mi mesa. Me levanté y me fui, con la valija. No sé por qué.
         –Pero la robaste –dijo ella.
         –No –negué con la cabeza–. Bueno, sí. Me tomé una cerveza, me paré y me fui. Nadie me dijo nada. Nadie me paró.
         Se hizo un silencio. La luz del cuarto estaba apagada, el dinero ahí. Desde el balcón entró, apenas, una brisa.
         –Y qué vamos a hacer –Moni se alisó el pelo, hacia atrás, con ambas manos–. Quiero decir qué vamos a hacer, con esta plata.
         –No sé –dije–. Hoy no cocines. Pedite una pizza, napolitana con ajo  podría ser. O mejor fugazzeta.

12.2.13

Profesionales y amateurs


         En Lavalle y Florida, justo en la esquina de Lavalle y Florida. Deben ser las doce del mediodía, hay un faquir. Lo tengo visto, al tipo. Habla a los gritos, para atraer a la gente. Usa un multicolor pañuelo en la cabeza, y se pone en cueros, para realizar su acto. Pareciera como si se maquillara los ojos, con delineador, lo he notado. En conjunto, berreta por cierto pero estamos en Argentina, podría decir que está caracterizado como una especie de Jack Sparrow, de Burzaco quizás, de Ezpeleta.
         Se ha juntado gente, mucha gente. Se juntaría gente también frente a la vidriera de Frávega o de Garbarino, si dieran por televison Argentina–Holanda del 78, como si Kempes pudiera errar un gol treinta y cinco años después, no sé. No tengo explicación. Hay tantas cosas para las que no tengo explicación, la gente está muy sola.
         El hombre, el faquir, pide la colaboración de alguien del público, supongo que para verificar la autenticidad de sus actos.
         Levanto la mano, pido pasar.
         –Yo –digo, y doy un paso al frente.
         –Pero no –agrego–. No voy a asistirte ni a mirar de cerca. Voy a hacer los actos yo, si te parece.
         El tipo me mira con cara de pocos amigos, no consigue entender por qué le estoy complicando la vida. Pero la gente aplaude, yo sonrío, y me saco el saco. Me saco la camisa, los zapatos. Las medias, también. Ya es tarde para echarme, y no puede putearme delante de todos. Se esfuerza por parecer amable.
         –¿Sabe usted caminar sobre vidrio? –habla una especie de portugués muy cerrado, puede ser italiano, cocoliche. Puede ser que el faquir esté empastillado, que simplemente le cueste expresarse con claridad.
         –Sí, claro –digo. Hay un montón de vidrios rotos, botellas partidas en pedazos pequeños, sobre una manta. Me paro encima. Camino un par de pasos, ida y vuelta. Doy varios saltitos, la gente grita, mientras los vidrios me destrozan las plantas de los pies. Aplauden a rabiar.
         –¿Puede usted atravesar la carne con agujas? –dice el faquir y cruza los brazos, pero en medio de su desconfianza, aparece algo de respeto.
         –Cómo no –digo. Tomo las agujas. Son agujas de unos treinta centímetros de largo, y gruesas, Me clavo, de un golpe, una aguja en un hombro. Sale un chorro de sangre, la gente grita más fuerte, algunos sacan fotos con sus teléfonos celulares. No he hecho la clásica de atravesar algún tejido blando. La aguja queda colgando. Tomo otra aguja, y con otro golpe me la clavo en un muslo. Atraviesa el pantalón, el músculo. Ahí queda. Lo invito, al faquir, para que me coloque un par de agujas más.
         Se ha juntado más gente todavía. Hay policías, una cámara de televisión de un noticiero transmitiendo en directo. Venían por un conflicto sindical, pero les ha llamado la atención lo que está sucediendo conmigo.
         Me saco las agujas. Seguimos con el fuego. El faquir enciende un soplete casero. La llama es larga y azul, como un tercio de un tubo fluorescente. Le indico que me queme, la espalda, las manos. Las orejas, también. Procede. Me quema.
         Me siento en un banquito. El faquir me envuelve en una toalla húmeda que huele a mentol. Saludamos dándonos una mano en alto, como se saluda en los teatros al final de la función. La gente deja buen dinero y viendo que nada más va a suceder, siguen su camino. Van a Falabella a comprar un cenicero o un jarrón, o a Farmacity a comprar una piedra para rasparse los callos plantales, una crema para suavizarse la piel de la vagina, algo.
         Tomo un vaso de gaseosa adulterada y tibia. Me visto con lentitud. El faquir mira el dinero que hay en la gorra, esperando a ver cuánto le reclamo.
         –Olvidate –le digo–. La plata es tuya.
         Se alivia, se relaja. Sonríe, enciende un cigarrillo.
         –¿Dónde estudiaste? –me ofrece un cigarrillo–. ¿Sos Shaolin? Ya sé, sos acróbata, viviste en un circo de chico. La verdad que sos buenísimo, podríamos hacer algo juntos. Pareciera que te salen todas, sin esfuerzo. No sé cómo hacés, pero sos bárbaro.
         –Hace más de diez años que trabajo en una oficina –digo, me termino de acomodar la camisa adentro del pantalón–. No siento nada, no siento absolutamente nada de nada. De otro modo sería imposible soportarlo.

*Donde dice ‘trabajo en una oficina’, puede decirse ‘estoy casado’. El sentido del fragmento permanece intacto.

6.2.13

Últimas fichas


         –Me tenés que acompañar –me dijo Gabriel.
         Éramos amigos desde siempre, desde toda la vida, desde donde valía la pena recordar. Habíamos ido juntos a la secundaria. Ya estábamos grandes, él, y también yo. La vida no se había ensañado de particular manera con nosotros, pero nos había pasado por encima, como a todo el mundo. Algo de la celeste misericordia nos había permitido, a cada uno por su lado, esquivar devastadoras tragedias, caídas de aviones, terminales enfermedades, esas cuestiones. Pero la sumatoria de ínfimos y cotidianos fracasos, como un aplicado escultor con metódico cincel, iba logrando el similar efecto de dejarte estupefacto, vacío, demasiado cerca de la lona como para poder sentir de unívoca manera, con absoluta claridad, el olor a pata de la derrota. Tristes también, sin alma.
         Divorciado, Gabriel, una hija adolescente se negaba a verle la cara. Detestado por su ex mujer, y por sus dos hermanos que lo acusaban de haber sido, de niño, una carga, y de adulto, un problema para la familia. Poco afecto al trabajo desde siempre, consideraba, el hecho de trabajar, un absurdo teórico, un defecto de carácter. Perder el tiempo para conseguir dinero sólo para veinte o treinta años después descubrir que habías conseguido algo de dinero, pero ya no tenías tiempo. La más perversa y evidente de todas las trampas, y aún así, dotada de una pasmosa eficacia. Como la gambeta de Mané Garrincha, que hacía siempre la misma, amagaba hacia adentro, y luego desbordaba. El defensor sabía con toda claridad lo que Garrincha iba a hacer. Lo sabía, pero no podía evitarlo. Garrincha pasaba.
         Así había vivido, Gabriel, a los trompicones, haciendo guantes con la vida que le había dejado tatuado el jab de izquierda en la cara.
         Y ahora se había venido grande, y necesitaba dinero. Quería hacerle un regalo, el mejor regalo, a su hija Natalia, para el cumpleaños de quince. Quería entrar a la fiesta siendo otro, impecable, perfecto, con un reloj Cartier que había visto una vez en una vidriera, y zapatos italianos. Quería entrar, bailar con su hija el vals, decirle ‘perdón’ al oído, y desaparecer para siempre. Irse a vivir a Buzios, o a Bahía, comprar una casita y vivir junto al mar.
         Pero para ser otro, la mejor manera de ser otro, es con guita. Eso cualquiera lo sabe.
         –Me tenés que acompañar, Juan –dijo Gabriel–. Vamos al casino de Miramar este fin de semana. Tengo un método, un infalible método que me llevó tres años de trabajo. Voy a saltar la banca.
         Olvidé decir que Gabriel fue siempre considerado un matemático loco. Desde chico, tenía una particular habilidad para los números. Le habían hecho un test para medirle el coeficiente una vez, y había dado que su mente era una extraña combinación de Euclides, Newton, Gauss, y Euler. Algo nunca visto. Resolvía teoremas en el pizarrón mientras la profesora, siguiendo el desarrollo con un índice en el libro, se babeaba. Hacíamos apuestas, y él  multiplicaba tres números de nueve cifras en el aire, y acertaba siempre. después los dividía o los volvía a multiplicar, les calculaba el logaritmo, la raíz cuadrada. Dio clases en Exactas durante algún tiempo, después de recibirse de licenciado en matemáticas, hasta que se aburrió. En realidad enloqueció, decía que Einstein se había equivocado y que él tenía la refutación de la teoría de la relatividad, la envió a la Asociación de Matemáticos y Físicos de Zurich. Después Martita se cansó de él y lo dejó. Gabriel se deprimió, iba al parque a darle de comer a las palomas, dijo que había inventado un juego de mesa, mezcla de ajedrez y backgammon, que cambiaría la industria del entretenimiento para siempre. Quiso ir a vender la licencia de su juego a Singapur, y lo detuvieron cuando se bajó del avión con tres cigarrillos de marihuana. Estuvo preso allá, creyeron que era un narcotraficante, lo torturaron. En fin.
         Me explicó Gabriel, su método. Sólo puedo decir que revolucionaba la teoría de las probabilidades, que era absolutamente infalible, y que no entendí casi nada.
         Nos fuimos, el viernes, al departamentito que me dejó mi abuela en Miramar. Siete de diciembre. Gabriel me dijo que solamente necesitaba dos noches, ni siquiera tres, para volver con una fortuna.  Dos noches, me dijo, tres horas cada noche. Dos horas de precalentamiento, la parte más importante, mirando una mesa, estudiando la caída de la ruleta, memorizando los números que iban saliendo, estableciendo patrones, haciendo cálculos en su prodigiosa mente. Y después sí, iba a hacer entre cinco y diez plenos seguidos. En realidad menos de diez, para no forzar las matemáticas leyes que rigen nuestro precario universo, eso dijo. Diez lucas por pleno, lo había chequeado y era la apuesta máxima.
         –Trescientos sesenta lucas, por cinco, hacé la cuenta –me dijo Gabriel–. Al día siguiente lo mismo, y nos volvemos.
         –Quedate tranquilo, vos sos un amigo –dijo también, me vio la cara–. Ya pedí las diez lucas prestadas, a mi vieja. Pobre vieja, ya está grande. tiene el departamentito hipotecado, la están por desalojar. La hice empeñar las joyas de su casamiento. Pero yo lo arreglo.
         Según los números de Gabriel, si no estaba muy inspirado, volvía con seiscientos mil dólares. Pero podía ser más, había que verlo en el momento.
         –Táctica es sobre el terreno –dijo Gabriel–. Pero tengo el método. Jamás estuve tan seguro de algo en mi vida. Voy a ir al cumpleaños de Natalia con el mejor regalo, le voy a dejar algo de guita a mi vieja, y después voy a desaparecer para siempre.
         Gabriel era mi mejor amigo, así que me pedí el viernes en el laburo. Fuimos.
         Entramos al casino a las ocho de la noche. No quiso ir a cenar, Gabriel, dijo que necesitaba estar con el estómago vacío, la mente despierta.
         Entramos, había pocas mesas habilitadas. Miró las patas de las mesas, las caras de los croupiers, se puso en cuatro patas y metió por un instante la nariz en la alfombra. Luego estudió con un dedo ensalivado primero, y la llama de un encendedor después, para identificar posibles corrientes de aire. Eligió una mesa. Se paró a un costado, las manos cruzadas a la espalda.
         –No me hables, por dos horas no me hables –dijo. Así que fui a fumar, a dar una vuelta, me senté en unos silloncitos de pana que alguna vez debieron haber sido elegantes. Se me acercó una desvencijada puta que dijo que no tenía problemas en coger conmigo y con Gabriel a cambio de un plato de comida caliente, y que la dejáramos dormir (y bañarse) en el hotel, con nosotros. Le dije que después veíamos.
         Me acerqué a la mesa. A las dos horas y pico. Gabriel sacó del bolsillo las dos fichas que le habían dado en la caja y pidió que le dieran, en la mesa, fichas de mil pesos.
         Éramos pocos. Un matrimonio de jubilados, la puta, dos tipos con pinta de ser policías de civil, y otro par que parecían ser de la zona, de trabajar en la construcción y haber decidido pegarse una vuelta por el casino de puro aburridos nomás.
         Gabriel miraba la mesa, miraba y murmuraba como si estuviera rezando. Números, eso era lo que murmuraba, progresiones de números, hacía cálculos en el aire, repasaba.
         De pronto, cuando el croupier dijo ‘no va máaas…’, y por sobre la frase, porque parte del método consistía en efectuar la apuesta cuando la bolita estuviera fuera del contacto  de la mano del croupier. Justo entonces, Gabriel agarró las diez fichas rectangulares, y las puso sobre el 27.
         Se hizo silencio. Cinematográfico momento de diez o quince segundos de duración. Hasta un policía de uniforme y un mozo del bar se acercaron a ver la jugada. La mesa casi vacía, y el 27 coronado de fichas turquesas. Gabriel miraba la mesa pero miraba mucho más allá de la mesa, su mirada llegaba al centro de la tierra. Le había agarrado un tic que le hacía parpadear mucho un ojo, como si le temblara.
         –Negro el cuatro –dijo el croupier.

         A la hora, en el club  de pescadores. Gabriel apenas había mordisqueado su milanesa. Yo había terminado mi bife, mojé un pedazo de pan en la salsita de las papas al horno, me serví lo que quedaba del vino.
         –No sé qué pudo haber fallado –dije, por decir algo–. Lo que me explicaste era infalible. Quizás alguien se apoyó sobre la mesa justo en el momento de tirar, y se descalibró algo. Quizás abrieron una ventana.
         No me respondió. Pagué la cuenta. Volvimos al departamento caminando muy despacio, fumando.
         –Tenés que pensar en algo para hacer con las matemáticas –le dije con la intención de animarlo–. Podés volver a dar clases, o escribir teoremas, o laburar en una compañía de seguros. Diseñar algoritmos. Lo tuyo fueron los números desde siempre. Sos un genio, todos los que te conocen lo saben.
         –Y sé cocinar bastante bien –dijo Gabriel–. Si consigo algo de capital podría poner una rotisería. Acá mismo, se debe hacer buena guita durante la temporada.