Mi amigo Martín iba manejando un automóvil, cuando chocó.
Hasta acá todo más o menos normal. Quiero decir, es domingo a la mañana, vas
manejando tu automóvil, y chocás.
Pero.
Martín no iba solo en el auto. Martín iba con su padre. El
padre de Martín tenía un almuerzo en Pilar, y Martín le había dicho que no se
hiciera problema, que él lo alcanzaba.
–No te hagás problema, yo te alcanzo –le había dicho Martín
a su padre.
La idea de Martín era dejar a su padre a eso de las once de
la mañana, para luego irse a jugar un partido de fútbol con sus amigos, por el
Tigre.
Pero chocó, Martín, en la ruta. Se rozó con otro auto, a 140
kilómetros por hora. Volanteó, tocó el freno involuntariamente. Y volcó.
No le pasó nada, a Martín, tenía puesto el cinturón de
seguridad, y además tuvo suerte. Pero el padre de Martín se golpeó feo la
cabeza. El padre de Martín quedó en coma.
Pasaban los días y el papá de Martín no se despertaba. Los
médicos le dijeron, después de una semana, que era muy probable que el papá de
Martín se muriera.
Era viudo, el papá de Martín, y Martín supo que si hubiera
tenido que mirar a los ojos a su madre y decirle algo, ensayar una explicación,
no hubiera podido.
Mientras tanto todos consolaban a Martín. Había testigos, el
otro auto, un Peugeot manejado por un chico muy jovencito, había hecho una
absurda maniobra tratando de rebasar al auto de Martín por la derecha, justo
cuando Martín se abría para dejarlo pasar.
La esposa de Martín, el hermano de Martín, los amigos de
Martín, todos le decían a Martín que no había sido su culpa.
Martín andaba desesperado, hacía las interminables guardias
en terapia intensiva del Fleni, seguro que saldría un circunspecto médico a las
cinco de la tarde a darle el parte, a decirle que su padre había muerto, y
entonces Martín no podría soportarlo. Sencillamente, no iba a haber forma de
soportar eso.
Fue a una sinagoga, Martín, olvidé mencionar que Martín era
judío. Fue a una sinagoga y habló con un rabino, de cualquier cosa, de ver
crecer a los hijos, de para qué habíamos sido puestos sobre la faz de la
tierra, de los árboles y las flores. Habló con un rabino de barba blanquísima,
que lo escuchó en silencio. Después, se quedó sentado un rato largo, Martín,
rezando. El rabino se acercó, y por un instante, le puso una mano en el hombro.
Rezó, Martín, rezó mucho, rezó sin saber rezar, Martín no tenía la más mínima
formación religiosa. Martín, que jamás había creído en nada, rezó, y lloró
también. Prometió que si su padre se salvaba, abrazaría la religión con todas
sus fuerzas. La religión sería su vida.
Y el papá de Martín, pasados diecisiete días del accidente,
abrió los ojos. Se incorporó en la cama y dijo que tenía sed. El padre de
Martín vio a Martín y sonrió. El padre de Martín, para sorpresa de los médicos,
viviría.
Y Martín se hizo religioso. Comenzó a ir al templo, todos
los días, a la mañana, y a la noche. Cambió su vestimenta y sus hábitos
alimentarios. Martín comenzó a donar el cincuenta por ciento de sus ingresos,
al templo, al templo que había ido, y a otros templos también. Martín no quiso
jugar más al fútbol con nosotros. Tampoco quiso volver a coger con su
secretaria, nunca más asado, ni un cigarrillo, ni pizza. Su compromiso era con Dios.
Pasaron los años, con la particular indolencia que suelen
tener esos fenómenos.
El padre de Martín, que ya era grande, se puso más grande.
Le descubrieron un problema en un pulmón. Cayó en terapia intensiva, y la cosa
se agravó. Ahora sí, el papá de Martín se moría.
Martín fue a la sinagoga, no a la de siempre sino a otra
sinagoga, porque al rabino que aquella vez del accidente lo había atendido a
Martín, lo habían cambiado de zona.
Martín pidió verlo, al rabino. El rabino estaba más viejo,
con la barba más blanca todavía. Caminaba muy despacio, dando cortos pasitos.
Martín le dijo al rabino que su padre se había enfermado, su
padre se moría.
El rabino lo miró, detrás de sus lentes sin marco, en
silencio. Bebió un sorbo de té.
–Nada –dijo Martín–, venía a decirle que el pacto que hice
con Dios aquella vez, vence con la muerte de mi padre. Voy a volver a tomar
vino, a comer asado, a coger. Me pareció correcto venir y avisarle.