30.8.12

La cura de la palta


         Tenés que comprar una palta, para el tratamiento tenés que comprar una palta. Nada más, no hace falta nada más, así que nadie puede decir que es muy caro, que no tiene el dinero. Una buena palta debe costar cinco o seis pesos, un dólar.
         Lo mejor es hacerlo un domingo, un domingo a la tarde. Si es invierno, si hace frío, mejor todavía.
         Te desnudás, tenés que estar desnuda. No pasa nada, estás sola en tu departamento, y estás desnuda. Con la palta.
         Abrís la palta. Es muy fácil. La generosidad de la fruta. Hacés un corte longitudinal, recorrés todo el perímetro hundiendo el cuchillo, y después girás ambas mitades en sentido contrario, como si estuvieras abriendo un frasco cualquiera. Sí, como si fuera un frasco de mayonesa, sí, como si fuera un frasco de mermelada.
         Ahí tenés, las dos mitades de la palta, quitás el carozo que puede ser, si la palta es grande, casi del tamaño de una pelotita de ping pong. Sale fácil.
         Y te entrás a frotar, con la palta. Como si fuera un jabón. Te frotás los brazos y las piernas, los muslos, las tetas y la cola, la cara, el  cuello, te frotás la frente y la vagina, en el orden que te parezca más apropiado, más conveniente, las pantorrillas, la panza.
         Y listo. La palta, como vos bien sabés, es una especie de manteca vegetal que va del amarillo hacia el verde pero se queda del lado del amarillo. Tiene muchísimas vitaminas y nada de colesterol (como se creía en una época). Pega bárbaro con cebolla y tomate, es una fantástica ensalada. Hay gente incluso que la come de postre, con azúcar.
         Te sentás, entonces, en una silla de la cocina, toda empaltada. Y esperás dos o tres minutos, no hace falta más.
         Te vas a dar cuenta que todo lo que te parecía importante, bueno, no es importante. Tu propia vida, algún nombre hay que ponerle, carece de sentido. Si tu marido se escapó con una secretaria mucho más joven que vos, si tu hija de once años te dijo que quiere ir a ver a un pai umbanda que le explicó que es la reencarnación de Sai Baba pero con el pelo lacio, si no hay quién te lleve un fin de semana largo a Pinamar, si tenés un par de amigas que son más flacas, si no hay manera que te asciendan a coordinadora regional de nada.
         No importa, ya no importa.
         Es domingo, oscurece. Está anunciado lluvia para la noche. El carozo te mira desde la mesada.

25.8.12

Chacarera


         Estoy en el subte, viajando en subte. Disculpame, pero las cosas que me pasan, muchas cosas que me pasan, me pasan viajando en subte. ¿Qué querés, que te cuente que estuve haciendo esquí acuático en Mónaco? Pelotuda.
         Línea B, voy al centro. Último vagón, paradito, abro mi libro, la idea es leer tres o cinco páginas de un libro, cualquiera. Peor es mirar los rostros de la gente. Entre la realidad y la ficción elegí la ficción, siempre, ni lo dudes. En la ficción tenés alguna posibilidad.
         Entra una chica. Es joven, es bastante gorda. Va en ojotas, pantalones pescadores, musculosa negra. Se nota que es del norte, sus rasgos son aindiados, su piel café con leche.
         Lleva una valija, con rueditas. Pero no es una valija, allí lleva un pequeño amplificador, un aparato de música, con la base de la música que toca, no sé. Lleva colgada una guitarra, también.
         –Buenos días –dice–. Voy a hacer un par de canciones.
         La verdad que lo lamento, porque estoy muy cerca, justo a su lado. Y aunque prácticamente no me importa lo que pasa, aunque la realidad no me interesa en lo más mínimo, la realidad hace tiempo que dejó de interesarme, aún así, si me guitarreás a menos de un metro de distancia, bueno, me dificultás la lectura. Así que cierro mi libro. Hace calor, un húmedo calor, Enero en Buenos Aires es la desgracia de saber que no te salió nada de lo que quisiste ser, no te salió nada y punto. No le des más vueltas.
         Estoy parado, entonces, tratando de no transpirar demasiado y no mucho más que eso, cruzás la ciudad en quince o veinte minutos y eso es todo lo que importa, aunque sientas que estás en Namibia o en Saigón,  aunque haya más vendedores de objetos inútiles que pasajeros, aunque la gente esté más triste que nunca. Respirás, y esperás quince minutos, no es tan grave.
         Arranca la chica. Canta una chacarera. Habla, la chacarera, de las cosas sencillas que recordará el autor de la chacarera cuando la muerte venga a buscarlo. De su casa, los olores de la infancia, el vino con amigos. Pide el autor, que cuando muera, lo tapen con chacareras, así dice la letra.
         La chica canta, canta y sonríe, rasguea su guitarra, es potente y dulce su voz, tan dulce. Me pasa, la chacarera, de lado a lado. Como si me atravesaran el corazón con una aguja de tejer, con un objeto de metal filoso y plateado.
No sé de dónde vino, no prestaba atención, no me lo esperaba. Me sale un sollozo, un sollozo venido de ninguna parte, un sollozo que sólo puedo recordar de cuando era chico. Un sollozo como cuando atropellaron a mi perro Urko, ese camión de reparto que dio marcha atrás y atropelló a mi perro mientras yo estaba en la heladería y lo dejó ahí, tirado sobre los adoquines con las patas traseras hechas un ovillo, y mi perro se me quedó mirando, le salía sangre del hocico y me miraba para que le explique, me miraba. No he vuelto a llorar así nunca más, la vida me fue curtiendo, mi corazón hizo el callo. Ahora estoy llorando, lloro como si fuera a llorar para siempre, como la lluvia o las olas de un mar tan lejano, caen mis lágrimas.
         La chica termina su tema, y me observa. Saco dinero que llevo en el bolsillo del saco, no sé cuánto dinero, no importa, se lo doy, y la abrazo. Ella me abraza también, caen algunos billetes al piso, ha corrido su guitarra a un costado.
         –Bueno, bueno, ya está –me acaricia la cabeza y sonríe, me mira hacia arriba, soy muy alto–. Ya está, chango, no pasa nada.
         Nos quedamos así, abrazados, un par de estaciones. La gente cree que es parte del acto pero después entienden que no y se preocupan, alguien se pone nervioso y se ríe, alguien niega con la cabeza y mira a los costados buscando la trampa.
         Paro de llorar. Beso la frente de la chica.
         –Gracias –digo–. Muchas gracias.
         Y me bajo en Florida.

*La chacarera se llama ‘Cuando me abandone mi alma’, letra de Raúl Trullenque, música del Cuti Carabajal.

20.8.12

Reinventarse

         Cuando a Mónica el doctor le dijo que, viendo los estudios, las microcalcificaciones, lo mejor iba a ser operarla de un pecho, bueno, Mónica se derrumbó. No hubo nada de metáfora, literalidad pura. Estaba escuchando al doctor que le hablaba con su mejor cara de circunspecto, cuando sintió un leve adormecimiento en un pie, como si le hubieran anestesiado la parte inferior del cuerpo. Le pareció que se deslizaba de la silla,   apenitas, su cintura se despegaba del respaldo. Y después se puso todo negro y no sintió más nada.
         Se despertó acostada en la camilla del consultorio, le habían quitado los zapatos, le dieron un caramelo de eucalipto y un vaso de agua. El médico la ayudó a sentarse, le preguntó si ya estaba bien.
         Mónica, al tiempo que recuperaba la conciencia de su cuerpo, recuperó como un rayo la conciencia de la noticia. Y lloró. Tuvo un acceso de llanto mientras el médico le sostenía una mano con algo que el médico debía pensar era parecido a la ternura, pero en realidad era como si hubiera levantado un pejerrey, muerto, del fango.
         Mónica pensó que algo había terminado. Su cuerpo siempre había sido su mejor aliado, y había llegado la hora de la despedida. Recordó que todos habían querido bailar con ella, siempre, desde la secundaria. Ella, con los labios pintados de un rojo furia y sus remeritas apretadas y los chicos que hacían tremendos esfuerzos para que la vista no se les fuera hacia abajo. Ella, con su jean ajustado y una camisa apenas entreabierta, volviendo loco a todo el mundo en cualquier oficina. Jefes que le habían jurado que dejarían a sus esposas y a sus hijos por ella, Gabriel mirándola mientras ella se quitaba el corpiño, negando con la cabeza, sin poder creer lo que veía, lo buena que estaba.
         Nunca más. Se iba ella, o lo mejor de ella. Pero no era tonta, la vida le había enseñado. Siempre había querido retomar sus estudios, recibirse de abogada. Estudiar teatro, también, no, teatro no, mejor fotografía. Ya había tenido suficiente con los hombres, podía tomarse un recreo, una pausa. Reinventarse, eso. Juntar los pedazos, seguir. Superar el espanto.
         –Quizás no entendió bien –dijo el doctor–. Es normal, el susto. En ningún momento dije nada referido a una mastectomía.
         Con una sonrisa, el doctor le explicó que la medicina había avanzado mucho en los últimos años. La intervención le dejaría a Mónica, como mucho, una cicatriz de un centímetro de largo justo sobre la base de su teta derecha. Se podía hacer plástica y en tres meses sería algo menos que un rasguño. ¿Quimioterapia? No, nada de eso, la gente veía demasiadas series de hospitales. Nada de nada.
         –Bueno, doctor. Me gustaría operarme lo antes posible –Mónica pensó que estaban en Septiembre, y Martín la había invitado a Punta del Este la última semana de Enero. Algo gordo, Martín, y le gustaba demasiado el fútbol. Pero tenía un regio departamento sobre La Mansa, y un bmw descapotable, un Z4. Iría a la playa con una bikini imposible, sintiendo el viento en la cara, comería mejillones a la provenzal sin sacarse los lentes de sol mientras la gente trataría de adivinar si era una vedette, si la habían visto en algún programa de televisión. Iba a ser bien divertido.

15.8.12

La búsqueda del tesoro

         Probé hacer yoga, claro que probé hacer yoga. Todos probamos, en algún momento, con el yoga. Probé hacer tai chi chuan, en un parque, los domingos a la mañana, con un chino que no decía una palabra en español, y que podía tener diecinueve años, o mil. Probé con el reiki, la energía que te equilibra y revitaliza los chakras, energía universal que sabe, justamente, en qué parte de tu cuerpo hay un energético problema, y hacia allí se dirige. Probé shiatzu, dedos pulsando en exactos puntos de tus meridianos para que la vida se acomode. Probé con reflexología, probé con masaje tibetano, probé con expertos en péndulo y mujeres tarotistas disfrazadas de gitanas. Probé con karate, con kendo, con boxeo afrocubano. Probé, prácticamente, cualquier disciplina que implicara moverse, incluso probé distintos tipos de meditación, respirar, mirar la respiración, quedarse quieto, hacerse el muerto, no pensar en nada.
         Y nunca me sentí ni la mitad de bien que cuando estoy sentado en una habitación a oscuras y tomo el primer sorbo de whisky, el vaso en mi mano.

10.8.12

Víctima de una maldición

         La historia la escuché contar. Bah, la vi en un video, por youtube, estaba buscando otra cosa, un tipo que hablaba sobre otra cosa, no importa qué cosa. Lo que importa es que la historia no se me ocurrió a mí, aunque puede que le agregue un par de variantes, ya que estoy acá. Ya que vine.
         Hay un tipo, un hombre, un señor. Caminando por un bosque, paseando. De pronto, escucha un susurro, muy extraño, casi un susurro.
         –Can you help me? –La historia la escuché en inglés, pero no importa, ahí te lo arreglo.
         –¿Puede usted ayudarme? –Escuchó el hombre, el susurro. Piensa,  el hombre, que debe ser, justamente, lo que escucha, un pensamiento perdido en algún recóndito pliegue de su mente.
         –Ayuda –otra vez el susurro, la voz–. ¿Me ayuda?
         Se detiene, el hombre. No está loco, no. Y tampoco hay nadie alrededor, apenas la vegetación que le permite pasear fuera de su habitual y urbano contexto.
         Va bordeando un lago, es una bella mañana, algo fría. Mira hacia abajo, y ve un sapo.
         Como si se tratara de una broma, el hombre se arrodilla, y dice:
         –Perdón, sé que no estoy loco, y sé que no es posible, pero ¿usted me habló?
         –Sí –dice el sapo, que lo mira fijo–. Fui yo. Soy víctima de una maldición. En realidad no soy un sapo, soy una princesa. Flaca, morocha, buenas tetas, generosas pero no excesivas. Culito redondo, muy firme. Tiro de la goma, no sabés cómo tiro de la goma, con pericia no exenta de entusiasmo, con método sin caer en la monotonía. Sé cocinar, también. Milanesas con puré, pastel de papas. Risotto.
         El hombre se rasca la cabeza.
         –Lo que preciso es que me des un beso –continúa el sapo–, y volveré a ser la fantástica princesa que acabo de describirte, toda para vos. A tu disposición.
         El hombre sonríe, no puede creer su suerte. Toma el sapo, y lo coloca en la palma de su mano. Vuelve a ponerse de pie, le duele un poco una rodilla. Hace el movimiento para guardar al sapo en un bolsillo de su abrigo.
         –Ey –dice el sapo–. Te olvidaste de darme el beso.
         –Mirá –dice el hombre–, yo no soy un galán, desde ya, y me vine grande. He tenido algunas mujeres en mi vida. De hecho hasta estuve casado unos años, viví en pareja. Me parece mucho más interesante tener un sapo que habla.
         El hombre guarda el sapo en un bolsillo. El hombre sigue caminando.

5.8.12

Vas al hotel Camaro

         Subió en el ascensor, piso 33. El ascensor subió como si fuera al mismísimo cielo, como si el ascensor fuera el Transbordador Columbia. Escuchó un ínfimo zumbido, nueve segundos, once quizás.
         Se abrieron las puertas. Avanzó. Una alfombra turquesa donde le desaparecían los pies, como caminar sobre treinta centímetros de agua, en el Caribe. Eso fue lo que pensó.
         La secretaria hablaba por teléfono, para eso fueron puestas las secretarias sobre el planeta tierra. Y para chupar pitos, también, para arrodillarse sobre fantásticas alfombras de color turquesa y beber esperma de tipos que manejan corporaciones desde algún piso 33. Conocía chicas que trabajaban doce horas por día de cajeras en supermercados, y después encima tenían que coger con él. Cada uno elige la soga con la que se ahorca.
         Le hizo un gesto con la mano, la secretaria. Que pasara directamente.
         Empujó las puertas de la madera más oscura que jamás hubiera visto. Pesadas, muy pesadas, y casi negras. Olían, las puertas de madera, a madera, a árbol, a naturaleza mezclada con desinfectante, a dinero.
         Entró.
         –En Sarmiento al cuatro mil doscientos está el hotel Camaro –le dijo el hombre, y recién entonces giró, muy despacio, su silla. Le había hablado de espaldas, mirando el ventanal, el río, detrás de un escritorio que debía tener unos tres metros de lado. Un escritorio donde se podría haber jugado un partido al ping pong mientras alguien, el que estuviera detrás del escritorio, seguiría con lo suyo sin mayores inconvenientes. Demasiado robusto, quizás, el hombre, en el límite con la gordura, más de cincuenta años, todo en él exudaba solvencia. Camisa recién planchada con sólo un botón desabrochado, una pulsera de oro en la misma mano del reloj, impecable afeitado, cabello muy corto y abundante, algunas canas, gel–. Ahí arriba de la mesa tenés el maletín.
         Miró el maletín, estaba cerrado.
         –Vas al hotel Camaro, y en recepción pedís por el Mono –siguió, tomó un sorbo de su café–. Te van a decir el número de la habitación.
         Hizo una teatral pausa, él no dijo nada. El hombre encendió un cigarrillo y miró su reloj, o quizás el orden de las acciones fue al revés. Fumaba Winston.
         –Te van a decir la habitación 318 –dijo–. Pero vos vas a la 319. El Mono sabe que lo están buscando. Si tocás la 318, el Mono te va a matar, desde la 319. ¿Entendés?
         –Sí –dijo. Porque se entendía lo que el hombre había dicho, lo que el hombre estaba diciendo.
         –Entrás, y le decís al Mono que te mando yo. Y le das el maletín. Son los ochenta y cinco mil dólares que pidió. No los va a contar, no tiene tiempo para eso. El vuelo de él a Panamá sale a las tres de la tarde. Cómo hace para salir con la plata es un problema de él. ¡Es problema de él!
         –Sí –dijo.
         –Lo que te tiene que dar él, en una bolsita, es un dedo. El dedo que le cortó a ese hijo de puta que se acostaba con mi mujer. Forro –se paró, pitó con energía, con interés–. Cuando escuchamos las grabaciones, a ella le gustaba que él la pajeara, con el dedo. Parece que el tipo es músico, toca el contrabajo. Tiene un callo, bien duro, amarillo, en el dedo mayor de la mano derecha. El tipo la pajeaba, a mi mujer, con ese dedo. Mi mujer se pegaba unas descomunales acabadas. Así que le pagué al Mono para que le corte el dedo a ese infeliz. Ya no va a poder pajear a mi mujer. Tampoco creo que pueda volver a tocar el contrabajo. Se va a tener que pasar la vida haciendo otra cosa. Vendiendo cubanitos, yo qué sé.
         Se rió, pero seguía enojado. Levantó los hombros, como quien acaba de hacer una travesura, y se rió otra vez.
         –A mí no me jode nadie. Soy Walter Pirozzi, y tenés que saber que no te podés coger a mi mujer. A propósito, por qué no subió Beto. ¿Sigue resfriado?
         –Señor –tosió, apenas–. No sé. Yo soy de sistemas. Me dijeron que tiene algún problemita con el mouse.
         –Ah, sí –apagó el cigarrillo, fue hasta un sillón y se puso a revisar papeles–. Es la máquina que tenés allá. Para mí que tiene un virus.