30.1.12

Toda esta magia

Se sabe poco, es algo de lo que prácticamente no se habla, porque los que han recibido el beneficio, por decirlo de alguna forma la magia, prefieren que nadie lo sepa. Y a mí tampoco me gusta alardear.
El asunto es que mi presencia, mi sola presencia, sana y salva. Cura las más variadas dolencias, transmite una inusual y prácticamente olvidada alegría, una alegría que ya no se fabrica, mi presencia te de ánimo, energía, ganas de hacer cosas, reviste de algún sentido tu insípida vida. Dejás de estar tan mal.
Sí, alcanza con mi presencia, con estar cerca mío un ratito, verme revolver un café con leche o mirar por la ventana, sentirme respirar.
Ni que decir si hablo, si hablo directamente es tan trascendente como estupendo, si hablo te reís y te quedás pensando al mismo tiempo, no podés creer que se me haya ocurrido algo que a vos jamás se te hubiera ocurrido, si hablo le doy un propósito a tu vida. Si hablo no te lo olvidás más.
Y si te toco, bueno, aunque sea de casualidad, tu vida cambia. Si nos tocamos, hombro con hombro en un viaje en subte de pronto para vos las cosas dejan de ser tan tremendas, si te doy una palmada o te toco una mano alcanza para que encuentres un motivo, ganas de seguir con tu vida, por dos o tres años. Si te toco es genial.
Así que ya sabés, si estuviste conmigo dos minutos o tres meses, si me serviste un café o te sentaste al lado mío en el cine, si me sonreíste o me alcanzaste la mayonesa, si me diste dinero o el culo o te tropezaste conmigo o quedaste cerca mío en el laverap. Soy de lo más interesante que te pasó en la vida, no me debés nada, qué te voy a cobrar.

25.1.12

Una de monos

La historia es un poco difícil, lo admito. No me culpes a mí por eso, yo apenas te lo estoy contando.
Martín, mi amigo Martín, no, ese no, otro Martín, se había hecho amigo de un tipo que se llamaba Eduardo o Ernesto, no, Eduardo. Martín iba a un club de ajedrez, los domingos, a la noche, a jugar partidas rápidas por poca plata. Ahí conoció a Eduardo.
Eduardo trabajaba de guardia en el zoológico. Eduardo había estudiado para veterinario y le gustaba estar cerca de los animales. Le gustaban más los animales que las personas, eso había dicho una vez, algo perfectamente entendible.
Martín acababa de divorciarse, y estaba mal. Medio deprimido, y con unas ganas de coger tremendas. Pero Martín no sabía ni cómo acercarse a una mujer, después de tantos años de casado. Estaba fuera de forma además, algo gordo, algo pelado, en medio de un conflictivo divorcio. Una pésima combinación para conseguir mujeres, para qué negarlo.
Y se ve que Eduardo lo vio mal, a Martín, lo vio medio desesperado. Le dijo que lo fuera a visitar, al zoológico, el domingo a la mañana bien temprano.
Martín no tenía gran cosa para hacer, y se despertaba muy temprano. Le costaba dormir, andaba nervioso, asustado. Así que fue el domingo a la mañana al zoológico, a visitar a Eduardo.
Después de una breve recorrida por el zoológico donde le mostró los hipopótamos y las cebras, Eduardo lo llevó a la jaula de los monos. Los chimpancés.
–Tomá –le dijo Eduardo, y le dio un billete de cien pesos enroscado–. Acercate a ese mono que ves ahí. Decile que querés ver a Anita.
–¿Eh?
–Hacé lo que te digo. Vas a tener el mejor polvo de tu vida.
Martín pensó que Eduardo había enloquecido por completo. Jugaba bastante bien al ajedrez, pero parecía un tipo raro, se peinaba los pocos pelos que le quedaban para adelante, andaba varios días seguidos con la misma camisa (todas a cuadros, nunca una camisa a rayas), escuchaba discos de Frank Sinatra y de Tony Bennett. El zoológico estaba vacío, abría a las diez. Se escuchaba, a lo lejos, el graznido de un ave, el lánguido rugido de un desteñido león que se desperezaba y lamentaba el comienzo de otro día en cautiverio.
Martín pasó la barandita de seguridad y se acercó a los barrotes de la jaula. Frente a él había un distraído chimpancé, en cuclillas sobre el piso de tierra, contra el tronco de un árbol, partiendo una ramita, los ojos semicerrados.
–Ey –dijo Martín, y se sintió un poco tonto hablándole a un mono–. Tomá, quiero ver a Anita.
Para sorpresa de Martín, el mono se incorporó, caminó hasta los barrotes, y extendió la mano. Martín le dio el dinero. El mono agarró el dinero.
–Ahí viene –dijo el mono, o a Martín le pareció que fueron las palabras que el mono había murmurado.
Se fue caminando despacio, el mono. Se metió en una especie de cueva de piedra que había al fondo de la jaula.
Al ratito salió una mona. Con las tetas caídas, se bamboleaba mucho al caminar, parecía renguear un poco, una bobalicona sonrisa en los labios. Martín era todo curiosidad, de pie, aferrado a los barrotes de la jaula con los brazos bien altos.
La mona se acercó y sin preámbulo, como si fuera la cosa más natural del mundo, le desabrochó el cinturón, le bajó los pantalones hasta las rodillas, los desteñidos calzoncillos.
Y comenzó a chupar, la mona, el fatigado pito de Martín. Pensó en salir corriendo, Martín, tuvo miedo, pero su pito fue recibido con calidez, con inusual dulzura, con animal apetito no exento de pericia, y Martín lo necesitaba tanto que cerró los ojos y se quedó aferrado a los barrotes.
Chupó la mona, y era genial, Martín se excitó como nunca, era la sensación más placentera que él pudiera recordar en su vida.
Entonces la mona, con pornográfica destreza, dejó de chupar, hizo un giro, y se metió el pito de Martín, por detrás, en la vagina. Martín embestía, la mona empujaba hacia atrás, un furioso tam tam con los barrotes de por medio, un desconocido frenesí atravesó a Martín como un rayo.
Eyaculó. Eyaculó y eyaculó mientras colgaba con una mano de los barrotes y se agarraba con la otra mano a la rugosa y algo peluda espalda de Anita. Luego cayó, de rodillas, satisfecho y feliz. La mona le hizo una caricia en una mejilla, apenas una tierna palmadita, le sonrió en puro amarillo, y se volvió a meter en la cueva de la cual había emergido.
Martín volvió adonde esperaba Eduardo, su casilla. Eduardo estaba sentado, tomando unos mates, fumando un Parliament, analizando en el tablero un imposible final de torres donde Karpov hacía magia.
–¿Y? –Dijo Eduardo.
–Genial –Martín aceptó un mate ya tibio–. Lo mejor de lo mejor, la experiencia sexual más satisfactoria que yo haya tenido en mi vida.
Martín encontró un motivo, una nueva razón para vivir. Visitaba a la mona todos los domingos (Eduardo le había explicado que, por la rutina del zoológico, era imposible verla otro día con algún nivel de privacidad). Le llevaba chocolates con avellanas y bananas importadas de Ecuador, gaseosas con sabor a naranja, frutos secos, algo de lencería. Pero eso no le alcanzó, no le pareció suficiente. Movió algunos contactos que tenía en política, usó todo el dinero que tenía ahorrado, creó una fundación que buscaba vacunas para combatir enfermedades todavía no inventadas, sobornó funcionarios.
Finalmente, logró sacar a Anita del zoológico. Largó todo, Martín, y se la llevó a vivir con él, a una casita que tenía en Ostende. Eduardo le dijo que había enloquecido, que necesitaba tratamiento psicológico, pero él no entendía nada del amor, él qué sabía.
Se fue a vivir con la mona Anita, a Ostende. El mono Pedro, con el que él había negociado la primera vez, le avisó que no podía hacer lo que estaba haciendo. Le avisó a Martín que le habían puesto precio a su cabeza, habían contratado a un animal sicario. Lo iban a encontrar, tarde o temprano lo iban a encontrar y lo iban a matar, podía ser un perro Collie que lo mordiera de repente, o un pelícano que le arrancara los ojos a picotazos. Había barreras que no debían cruzarse, le dijo Pedro que recapacitara, que devolviera a la mona y se disculpara ante el comité de animales que se reunía una vez por trimestre, por escrito. Analizarían su caso.
A los tres o cinco meses, Martín volvió un domingo de hacer unas compras en Pinamar con la camioneta. Anita se había ido y le había dejado una nota. Había conocido a un productor de cine, paseando por la playa, y se había enamorado perdidamente. Además, el tipo le había prometido llevarla a la pantalla, estaban por filmar una remake de Tarzán, y ella había dicho que se sentía capacitada para hacer el papel, no, que Chita, de Jane. Anita le dejó escrito a Martín que había sido bueno estar juntos. Ella le tenía mucho cariño, pero la situación le estaba resultando monótona, todo muy rutinario. Ella se aburría.

20.1.12

Después

Están primero, justamente, a todo el mundo le pasa, las necesidades que podríamos denominar ‘primarias’. Son las que se ha apropiado la política, como bandera, salud, educación, vivienda, quién podría estar en contra de eso.
Ahí termina la búsqueda para la pavorosa mayoría de la gente. No es peyorativo por favor, que no se me malentienda. Una persona apila ladrillos o conduce un taxi durante doce horas al día, unos cuarenta años, pensando en terminar la casita, o en el asado de los domingos, que los chicos estén sanos, no queda tiempo ni mucho menos fuerza para nada más, imposible juzgarlos.
Después viene un grupo de sujetos más sofisticados. Un grupo de gente que sabe que vivir en el precario estado de animalidad descripto, no será satisfactorio, mucho menos suficiente. Son sujetos que aprenden a tocar el piano, que leen y escriben poesía, que concurren a la ópera y desean visitar la Isla de Capri o las pirámides de Egipto. Beben algunas gotas del elixir del arte que enriquece sus vidas, les permite cambiar de dimensión, como si de la pantalla de un jueguito electrónico se tratara/tratase.
Luego viene un grupo, menor que el anterior. Son quienes han descubierto, no sin amargura, que la pomada artística no será suficiente para aplacar el dolor de las supurantes llagas del alma. Irán por la espiritualidad, entonces. Buscarán, movidos por una indefinible mezcla de temor y fe, por la autopista del espíritu, lo más alto y más profundo, saber qué hay después de, y antes que, tratar de entender el por qué, descubrir el para qué, y así, en un arduo y hermoso afán, elevarse.
Y después estoy yo, que te lo estoy contando, mientras tomo un whisky (White Horse, en esta oportunidad, bastante digno) y como unos daditos de queso (Chubut). Combinación de una magnificencia que nos permite intuir la existencia de otros planos muy por encima de nuestra capacidad de comprensión y raciocinio, maravillosas realidades.

15.1.12

Con un tomate

Hace falta un tomate. Un tomate redondo. Tiene que ser grande, el tomate. Paradójicamente, ocurre con las frutas, cuanto más grandes son, menos sabor suelen tener. Es por eso que si vas a una verdulería de barrio y pedís un kilo de tomates, y tenés medio carita de pelotudo y el verdulero no te conoce, de seguro te va a dar unos tomates grandísimos. Tres o cuatro tomates por kilo, mejor, no importa en este caso.
Elegís un tomate y lo lavás, con agua bien caliente. Después hay que sacarle esa parte tan fea, justo el centro si lo mirás, al tomate, desde arriba. La parte donde el tomate estuvo enganchado del árbol, no sé. Se saca con un cuchillo, hacés un pequeño círculo hundiendo el cuchillo más o menos hasta la mitad del tomate, y sacás un cilindro de tomate, que no suele tener ningún gusto.
Ahora sí, es preciso que estés desnudo. Y que tengas una erección. No hace falta que sea una roca, tu garompa, pero precisás tener una erección más o menos digna. Así que te debiste estimular sexualmente un poco, viendo un video por internet, no sé, te tocaste pensando en algo antes o después de preparar el tomate. Sí, podés pegar un póster sobre la puerta de la heladera, de Samanta Farjat por ejemplo, perfectamente. Como ayuda memoria.
Agarrás el tomate. Y apoyás la cabeza, la cabeza de la poronga, en el centro, justo en el centro del tomate, donde hiciste algo de espacio.
Y empujás, empezás a empujar, con la poronga, con convicción no exenta de delicadeza, con entusiasmo no exento de elegancia, sosteniendo el tomate con ambas manos (o con una mano, si precisás la otra mano para guiar, por decirlo de algún modo, la poronga, son estilos).
El tomate irá cediendo con mayor o menor dificultad, dependiendo de múltiples causas. Vos seguís, podés cerrar los ojos, tratando de concentrarte en la faena.
El tomate, producto del empuje y el manoseo, irá soltando sus jugos, sus tan particulares semillas, se irá desarmando. Es altamente improbable, salvo que tengas un pito muy pequeño, que logres atravesar al tomate de lado a lado, que puedas ensartarlo por completo y que al mismo tiempo el tomate conserve su original forma, que el tomate no se desarme. Son temas antropométricos, la dureza del material, la presión ejercida, la falta de espacio. Además, el tomate no entiende muy bien qué pasa. Podríamos decir que el tomate no estaba, psicológicamente, preparado.
Puede ser, también, es admisible, que no alcances a concretar tu cometido, que te cueste un poco eyacular mientras se deshace el tomate en tus manos, para poder dar por finalizada la cuestión. Después de todo un tomate no es una vagina, queda claro que lo que estás haciendo se aleja bastante de lo que podríamos denominar ‘the real thing’.
Pero si tuvieras con quien coger no me hubieras llevado el apunte desde un comienzo, y un tomate debe costar, no sé, dos pesos. Tampoco soy mago.

*para las chicas, intentar coger con un tomate puede resultar, también, un procedimiento algo traumático. me atrevería a decir engorroso.

10.1.12

Posesión demoníaca

A mi amigo Martín le tocó vivir una situación extraña.
Volvió de trabajar, Martín, un martes, a eso de las siete de la tarde. Como de costumbre. Está casado, Martín, hace siete años más o menos, con Andrea. Tiene un hijo chiquito. Trabaja bastante, Martín, es dentista, y sabe que la parte difícil es hacerse conocido, el boca a boca (justamente) en su profesión. Una vez que te hacés un nombre, alquilás un consultorio mejor en un barrio mejor y podés dejar de atender pacientes por prepaga. Un dentista que atiende sólo pacientes particulares gana buen dinero, el tío de Martín era dentista y le iba regio. Casa de fin de semana, buenos autos, viajás una vez por año a Europa, ves crecer a tus hijos con una educación privada, sos socio de algún club, jugás al golf, te cogés a alguien más, tenés algo parecido a una vida.
Andrea no trabajaba. Era profesora de inglés y traductora, pero lo habían conversado con Martín, y se habían puesto de acuerdo. La plata ya no era un problema, y lo mejor era que Andrea cuidara al nene. Ella estaba un poco aburrida de dar clases, además. A la mañana iba a alguna clase de gimnasia, en la casa siempre había algo para hacer aunque tuviera una muchacha para la limpieza, arreglaba para desayunar con alguna amiga.
La vida transcurría más o menos bien lubricada. No les iba mal, tenían vida social y vacaciones en Uruguay. No era lo más entretenido y excitante del mundo, pero después de los treinta años a nadie le pasan cosas demasiado interesantes. Esas cosas quedan para la televisión o el cine. Son cosas que pasan en las películas.
Volvió de trabajar Martín, dije, un martes.
–Llegué, mi amor –dijo Martín, dejó su maletín sobre la mesa de la cocina, se sacó el saco. Le sorprendió que Andrea no contestara, aunque estuviera en la pieza, ordenando el cuarto de Santiaguito, o terminando de bañarse, Andrea siempre le contestaba. Lo esperaba todo el día para contarle algo, cualquier cosa. Tomaban unos mates en la cocina y conversaban un poco, se quejaba de algo.
Fue por el pasillo al comedor, Martín.
Apareció Andrea. Bah, no apareció, ahí estaba, Andrea, en el comedor. Desnuda, nimbada por una extraña luz, de pie, bajo las dicroicas del living. Con una mano hacía extraños garabatos en el aire, sobre su cabeza, murmuraba conjuros. Estaba pintada, con algo, notó Martín cuando se acercó unos pasos. Estaba pintada, Andrea, las tetas, el estómago, los brazos. Con sangre. Sí, con sangre, y también el mentón, la barbilla, chorreaba sangre. A sus pies, a los pies de Andrea, había una gallina, muerta, degollada, echada de costado. Faltaban pedazos del cuerpo del animal, además de la cabeza, como si hubieran sido arrancados a mordiscones. Había sangre, mucha sangre sobre el parquet, y vidrios rotos, y plumas. El televisor encendido en un canal de música, con el volumen bajito. Tocaba una banda de heavy metal, unos peludos que no paraban de sacudir las cabezas.
Movía la cabecita con frenesí, Andrea, al compás de la música. Se había tusado el pelo con unas tijeras, había mechones de su cabello encima de los sillones. Tenía las uñas pintadas de negro. Martín vio que había una cruz sobre la mesa del comedor, una cruz de velas rojas, encendidas, a un costado un pequeño plato repleto de carozos de aceitunas, y una estampita. Los sillones parecían haber sido atacados a cuchillazos, no quedaba un solo almohadón sano.
–Soy la hija de Belcebú –le dijo Andrea, mirándolo muy fijo. Dio un buen trago a una botella de vodka que tenía en la mano (reconoció la botella, se la había regalado, a Martín, un paciente polaco al que le había colocado unos implantes), y luego escupió–. Soy cruza de vampiro y mamba negra, las fuerzas de lo oscuro habitan en mí, se manifiestan a través de mí. ¡Tengo la fuerza de la oscuridad! ¡El mal no es el mal! ¡Viva Satán!
Se roció el cabello con lo que quedaba de vodka, y luego intentó encenderlo, sí, lo que quedaba de su cabello, con un encendedor. Había cigarrillos apagados sobre los sillones, cigarrillos pisoteados sobre la alfombrita que le había regalado su tío Víctor, de piel de pecarí.
Un caso de satánica posesión, el cuerpo de Andrea tomado por completo por lo demoníaco. Las fuerzas del mal librando la madre de todas las batallas en el living de su casa.
–Me voy a dar una ducha –dijo Martín–. Hoy quiero cenar los agnolotis que había en el freezer. Mejor que no se haya terminado el queso rallado, mejor que haya queso rallado. Sino, de la patada en el culo que te voy a dar, te vas a morir de hambre en el aire. Para vos cualquier excusa es buena con tal de no hacer las compras, pero para ir a hacer gimnasia o a boludear con tus amigas siempre tenés tiempo. No te hagás la pelotuda.

5.1.12

Almost

seré whisky una noche.
reencarnaré en whisky, dorado como un sol.
la noche que no des más de la tristeza,
la noche que sientas que tu vagina es un
túnel
que no conduce a ninguna parte.
brillaré como un faro en tu inmensa
tormenta,
recordarás una frase, algo que dije,
sabrás que todavía queda el mar y
la lluvia,
los ladridos de un perro para el que
aún funciona tu oxidada magia.

no seré Lama ni cebra,
ni me llorarán mis novias. no habrá
libros con mi nombre
ni nadie que lleve una flor a mi tumba.
mi paso por la tierra tan pero tan
inútil.
abrirás un whisky
cuando nada resulte, cuando las tuercas
no ajusten y los autos no doblen.
cuando suene el teléfono para decir lo de siempre,
mucho peor que siempre,
aullarán las sirenas de cualquier ambulancia
como lobos famélicos.
los semáforos amarillos de tanto darle al pucho.
seré whisky una noche.