30.9.11

Todo mail

Recibo mails, soy un ser humano. Claro que recibo mails, como todo el mundo, qué te pasa.
Los mails que recibo son, más o menos, así.
La gran mayoría de mails son para decirme que existe la forma de hacerme crecer el pito. Hay que comprar una máquina, más bien simple, unas poleas, unos tensores, ciertas pesas, un mecanismo, para que mi afligido pito adquiera un tamaño decente. No podés andar por la vida con un pitito así, loco.
También recibo mails que dicen que tengo un padre, un abuelo, quizás un tío, nigeriano. Soy el heredero de un príncipe nigeriano, o de un importante funcionario del gobierno nigeriano, debo darle unos pocos datos (empezando por el número de mi cuenta bancaria, y el número de mi tarjeta de crédito) y me haré acreedor de una tan elocuente como simpática fortuna. De más está decir que si soy nigeriano, implica que soy negro, también. A juzgar por los mails anteriores, soy uno de los pocos nigerianos que ha nacido con el pito pequeño, un incordio, una contrariedad, pero igual soy el heredero de una cuantiosa fortuna.
Recibo mails para comprar medicamentos sin receta, también. Principalmente Xanax, Vicodin, Foxetin, Prozac, Atenix, Rivotril, Alplax, Tranquinal, Sertralina en barra, Clonazepam en pomo, cualquier cosa para el bocho. Es lógico desde ya, es tremendamente lógico. Soy un negro, soy un negro con el pito insignificante, y además no logro hacerme de la fortuna que me corresponde como legítimo heredero de un príncipe africano. Como para no andar con ganas de empastillarme hasta los huevos.
Recibo mails de organizaciones que me piden donaciones para combatir el hambre en Etiopía, para combatir la malaria en la Polinesia y la paspadura inguinal en la zona de Pilar, para que el Dalai Lama se haga un transplante capilar y pueda usar el cabello como Claudio Pol Caniggia en el mundial 90, para luchar contra el trabajo esclavo en Mongolia donde hacen zapatillas para las grandes marcas usando una mezcla de piel de culo de guepardos y piel de culo de niños muy pequeños, me piden dinero para comprar un gigantesco aire acondicionado y combatir de ese modo el calentamiento global, para impedir el turismo sexual en Tailandia (y declarar a Cocodrilo patrimonio de la humanidad), para que los preservativos se fabriquen con neumáticos reciclados y entonces se puedan usar dos o tres veces y con esa plata que se ahorrará el mundo enseñarle computación a los delfines, y así. Está bien, está muy bien, soy negro, pero tengo el pito chico, soy legítimo heredero de una fortuna, y tomo una parva de medicamentos sin receta. ¿Qué me cuesta donar unos mangos para una justa causa?
Recibo mails de gente de facebook que me dicen que quieren ser mis amigos. Muchas ‘Jennifer’ y ‘Janice’, cantidades de ‘Peter’ y de ‘Tom’, gente de México y de Chile, también, gente de la que no había oído hablar en mi vida. Mails de gente que dice que fue a la secundaria conmigo, en Minneápolis, en Arkansas, en Malibú, y me envian fotos de sus más o menos peludos culos, fotos de vaginas excesivamente amplias, vaginas donde se podría colocar sin dificultades un backgammon o algún otro juego de mesa, vaginas en cuyo interior se podría jugar a la generala, incluso al pool o al metegol.
Gente que dice que me conoce de mucho antes, de antes que me pasaran todas las barbaridades que te acabo de contar. Si no, cuando me ven por la calle cruzarían de vereda, seguro ni me saludarían.

25.9.11

Vuelta a casa

Voy caminando por la calle, sin exceso de motivos. Vuelvo a mi casa, después de trabajar. Me bajo del subte, locura en estado puro, vibración de muerte de alta densidad. Camino por la avenida, cruzo, sigo, doblo, espero, cruzo, sigo. Son cinco cuadras, no más. Sigo.
Un mendigo, tirado contra la puerta de entrada de un edificio. Ha pasado el umbral de la mendicidad, le falta un zapato. Tiene la barba con restos de comida, fideos quizás, o tuco. Sucesivas capas de ropa que ha ido adhiriendo a su piel para protegerse del frío. Un cartón de vino blanco, recién terminado, otro, de repuesto, para empezar.
–Una moneda, una moneda –ni se molesta en extender la mano, tampoco le interesa establecer contacto visual.
–No, no te voy a dar nada –me detengo, un momento–. Sos un desastre, y sos joven. No podés tomar vino todo el día, loco. Deberías bañarte, rescatarte un poco. Hacer algo, no sé. Laburar.
–Puta madre –digo también, no sé por qué. La ciudad se ha vuelto una especie de Bombay. Parás un segundo y sale alguien de abajo de una baldosa y te pide plata. Antes no era así. Está todo mal.
Sigo caminando.
–Dame la plata, loco, porque te mato acá –es un muchacho, gorrita con visera, pantalón largo adidas, orejas al más puro estilo Carlos Monzón. No sé de dónde salió, de atrás de un árbol. Olvidé decir que me está apuntando con un revólver, quizás un .38 corto, bastante viejo, con la contundencia original.
–Pará, no me hagas nada –saco la billetera–. ¿Me dejás sacar los documentos?
Niega con la cabeza. Se guarda mi billetera en un bolsillo de su campera de jean con corderito.
–Dame el celular –se lo paso– ¿Qué tenés? Dame el reloj. ¿Tenés algo más?
–No –dije. No puedo dejar de mirar el arma.
–Bueno, gil, rajá de acá –sonríe, se ve la sonrisa por debajo de la gorrita–. Andá. Agradecé que no te pego un tiro, por la cara de boludo que tenés.
Me voy. Apuro el paso. Llego a la esquina. Doblo. Subo a mi departamento. Estoy bastante agitado por el susto. Estoy mal.
A la semana siguiente. Vuelvo del trabajo. Hago el mismo camino. Como cualquier bestia de carga, la fuerza de la costumbre.
Está el mendigo. Ahora le faltan los dos zapatos. Se acumulan, a sus pies, junto a un enroscado y sarmentoso perro, los cartones vacíos de vino.
–Una moneda, una moneda –dice.
–Sí, cómo no, señor –saco de mi billetera nueva, un billete de cincuenta pesos, dos de veinte, uno de diez. Se los doy. No entiende, agarra pero todavía no entiende, ensaya una sonrisa de dos o tres verdosos dientes. Se pasa una mano por la cara para despejarse, no puede creer lo que está sucediendo–. Tenés que comer algo, también. Si no te va a hacer moco el vino. ¿No tenés frío? ¿Querés que te traiga un par de zapatillas? Si estás descalzo no vas a aguantar. Mañana paso.
Le doy una palmada en un hombro, sonríe otra vez y me hace el saludo hindú (namasté), sigo.
–Dame todo lo que tengas, loco –es el pibe, el ladrón de la otra vez. Se cambió la gorrita, usa una gorrita verde, ahora. El revólver es el mismo–. Dame plata o te quemo de una.
–No –le digo–. No te voy a dar nada. Sos un protoplasma, una rata de quincho, sos todo lo malo de este mundo, un genético error. Te voy a arrancar una de esas orejas de chihuahua que tenés de un mordisco, y después te voy a meter el revólver en el culo, pendejo.
Me pegó un tiro. La bala entró a medio centímetro de la aorta. Los médicos dicen que me salvé de casualidad. Algún vecino llamó al 911, si no me moría ahí tirado en la calle. Tengo para una recuperación de seis meses como mínimo.
No, no hay moraleja. Pero si hubiera moraleja quizás sería que a veces conviene ser como sos, seguir siendo como sos. No inventes nada, para qué vas a improvisar.

20.9.11

Seguimos todos

Dentro de las cosas que me pasaron cuando me estaba separando de Ana Laura, fue que me deprimí. Bah, no sé si era una depresión, no sé cómo llamarlo. Me había venido grande, y no me salía una. Me caí como un piano, eso sí. Tampoco culpo a Ana Laura. Lo que le pasa a uno le pasa a uno, aunque cuesta darse cuenta, la cosa nunca se trata de buscar culpables.
Empecé a ir a un homeópata, me lo habían recomendado. Había probado ir a un acupunturista que me pinchaba las orejas y entre los dedos de los pies, había probado ir a lo de un japonés muy chiquitito que era un reconocido maestro de reiki. Estaba retriste, me despertaba a la mañana y ya sabía que el resto del día iba a ser una mierda, no tenía ni un poquito de energía. No me reía, no me causaba gracia nada.
Al homeópata me lo recomendó una prima. Un tipo de unos cincuenta años (el homeópata, no mi prima), canoso, macanudo. Le dije que cuando salía del subte en Florida, a la mañana, me sentía como el oso de Holiday on Ice, ese oso que andaba en patines y parecía todo el tiempo que estaba a punto de caerse, se me movía el piso. Me escuchó, me recetó unas gotas, dos gotas diferentes, para ser más exacto. Me dijo que lo que me pasaba era normal, que no me preocupara, que de eso, de lo que a mí me pasaba, se salía.
Ana Laura se terminó yendo a los pocos días. Una traumática separación, dolorosa, como todas, supongo, no hace falta aburrir con detalles. Casi tres años juntos, una vida.
Pasaba ella, de visita, cada dos meses más o menos. A llevarse algo que se había olvidado, a ver cómo estaba yo o el gato, diluía su culpa. Decía que no podíamos seguir juntos, que lo nuestro no iba más, enumeraba razones. Pulía los motivos.
De a poco fui mejorando. Los domingos iba con un par de amigos a comer asado o a pescar. Compré un televisor nuevo para ver partidos de algo, de cualquier cosa. Me quedaba dormido con el televisor encendido en el canal de cocina escuchando a Narda Lepes, me hacía bien saber que en alguna parte de este mundo estaba esa mujer friendo milanesas o preparando puré, me calentaba más que ver pornografía.
Seguía con las gotas, claro. Cada dos meses iba a ver al homeópata que me daba algunas pistas de mi progreso. Cómo se iba retirando, poco a poco, con morosidad de boa, la tristeza, la angustia, la confusión, el vértigo. Cómo volvían las ganas de coger o de reír, de tomar vino, de ir una semana a la costa con una piba del laburo. Meterme al mar, comer una porción de torta de chocolate.
Las gotas, las gotas. Mi talismán, mi ancla para no perderme en el medio del mar de la tristeza. Volvía a ser yo. Me afirmaba, me nivelaba, me reconocía.
Al año, una tarde fui a tomar un café con Ana Laura. Me contó que estaba de novia, que se había ido a vivir al departamento de su novio, con su novio, por Villa Urquiza. Tenía la necesidad de contarme que me había cuerneado, dos veces, mientras estábamos juntos. Con un profesor del gimnasio, y con alguien de su laburo. Me contó también que cada vez que venía a casa desde que nos habíamos separado, cuando entraba al baño, me vaciaba los frasquitos esos homeopáticos que yo guardaba en el botiquín y los llenaba, más o menos a la misma altura, con agua de la canilla.
Dijo que lo hacía porque le daba un poco de bronca ver que yo me recuperaba tan rápido, como si me hubiera olvidado de ella, que andaba mejor. De jodida.

15.9.11

Asesino

Atropellé al perro. Sentí el golpe. Ni a cien venía, porque acababa de salir a la ruta, para volver a casa. Kilómetro cuarenta y cuatro, bajé el puentecito y ahí empecé a acelerar. Domingo, nueve de la mañana, un frío del carajo.
No sé de dónde salió, el perro, de cualquier parte, quiso cruzar la ruta. Sentí el golpe, algo como si el perro me hubiera rebotado contra las piernas. O sentí el ruido, primero, no lo sé. Clavé los frenos. Puse el auto a un costado.
Me bajé. El perro estaba a veinte o treinta metros, en el medio de la ruta, tirado.
Caminé hasta el perro, estaba vivo, pero no se movía. Había un charquito de sangre. Sangraba por la boca, y no se movía, pero tenía los ojos abiertos.
Lo levanté, cada tanto algún automóvil bajaba un poco la velocidad para mirar la escena, y después aceleraba. Alguien tocó bocina. Gimió, el perro, como un silbido. Las patas traseras le colgaban de una forma extraña.
Lo levanté contra mi pecho como si fuera un bebé, le salía sangre de la boca y del hocico. Me miraba.
–Perdoname, perdoname –repetí como un arrorró. Me senté a un costado de la ruta. Maté al perro y se moría en mis brazos, llovía apenas, una lluvia finita y muy fría, tan fría. Era Domingo, pasaban los autos, la tristeza me tapó como un mar.

10.9.11

Leyes de Newton

Repasemos lo que sucedió.
Primera ley de Newton o ley de inercia. Todo cuerpo permanece en su estado de reposo o de movimiento rectilíneo o uniforme a menos que otros cuerpos actúen sobre él.
Vos estabas dormida, eso estaba claro. Vos dormías, con bombacha y una remerita de manga corta. Yo me acerqué, me desperté en mitad de la noche, alzado, por decirlo de algún modo, y me acerqué. Te di vuelta con mucho cuidado, casi con ternura. Te puse boca abajo. Te bajé la bombacha, un poquito. Te dije al oído ‘quedate quietita’. Me pareció que asentías.
Segunda ley de Newton o principio fundamental de la dinámica. La fuerza que actúa sobre un cuerpo es directamente proporcional a su aceleración.
Me subí, sí, claro, encima tuyo, y te la quise poner. Por la cola, así, de una. Te puerteé, apenas, y me dejé caer, detrás de mi garompa, hice presión. Embestí.
Tercera ley de Newton o principio de acción-reacción. Cuando un cuerpo ejerce una fuerza sobre otro, éste ejerce sobre el primero una fuerza igual y de sentido opuesto.
Se ve que te despertaste. Justo cuando me pareció que tus nalgas cedían a mi entusiasta empuje. Se ve que te despertaste, que te dolió. Arqueaste la espalda, un movimiento muy brusco, hacia atrás. Me diste de lleno, con la parte más dura de tu cabeza, en mi ceja derecha.

Y ahora estamos acá. Son casi las cinco y media de la mañana y estamos acá, en la guardia del Hospital Alemán. Siete puntos, tuvieron que darme, en la ceja. Sé que fue una involuntaria reacción de tu parte, y sé que seguís un poco enojada. Gracias por acompañarme.

5.9.11

Por culpa de la bebida

Tenés que entender que en esa época yo tenía la enfermedad de la bebida. Tomaba como mínimo una botella de vino por comida, almuerzo y cena. Y después del trabajo, o me quedaba en los bares del centro tomando gin tonics hasta que me echaban, o si volvía a casa, bueno, entonces tomaba tres whiskys después de la cena, generalmente cinco.
Por eso te pegaba, no está bien que diga que no era yo, porque vos estabas ahí recibiendo los golpes, Mónica, y sabés que los golpes te los daba yo. Pero no era exactamente yo, era yo en medio de una etílica nube. Flotaba en alcohol, y entonces me venían como eléctricas corrientes de pura furia, de odio, de ira.
Claro que te pegaba, buenísimas trompadas, o con el cinturón, con la parte de la hebilla, te pegaba porque estabas ahí, por eso, y te apagaba cigarrillos en los brazos o en los muslos, y vos chillabas como un animal, a mí no me importaba.
Maté al perro, lo maté yo, Mónica, eso nunca te lo dije. Llegué un día a casa totalmente borracho, y ese absurdo pekinés se puso a saltar y a dar su concierto de agudos ladridos. Lo alcé, lo acaricié un poco, el perro estaba feliz, y lo tiré por el balcón, así de una, ni lo pensé, todavía lo estaba acariciando y de pronto lo tiré como si hiciera un pase de rugby. El perro voló siete pisos y se hizo mermelada contra la avenida.
Quise violar a la nena, Mónica, por eso estuvo como un año sin hablar. Pará, la manoseé un poco nada más, te explico. La nena ya tenía como trece años, calculo, le habían empezado a crecer los zapallitos, y vos la dejabas vestirse con esas calcitas. Le ponías calcitas apretadas. Y vos no querías coger conmigo. Un domingo a la tarde, ya me había bajado más de media botella de ginebra, y me la quise sentar un rato encima. La apoyé un poquito, así, vestida. Le dije que si decía algo la mataba, le dije que iba a entrar una noche a su cuarto y la iba a estrangular con un alambre. Por eso la nena tenía problemas en el colegio, por eso la nena anduvo sin hablar, como tartamuda, unos seis meses. Después se puso bien, vos viste que después se recuperó mucho.
Cogí con tu hermana, Mónica, una vez que vino de visita. Cogí con tu hermana, le puse cocaína en el clítoris y acabó como 33 veces, tuve que pasar un trapo después para secar el parquet. Acababa y lloraba y decía que yo estaba loco, que ella era una mala hermana. Se le dieron vuelta los ojos, pensé que había tenido un ataque de epilepsia pero no, era simplemente una interminable sucesión de acabadas. Por eso dejó de venir, por eso cada vez que venía de Madariaga de visita se quedaba en un hotel del centro. Decía que estaba muy ocupada, a lo sumo nos aceptaba un desayuno en algún bar, o ni siquiera eso.
Ah, los ladrones. Nunca entraron ladrones, Mónica. Tu madre había vendido el departamento y te había dejado la plata para que se la cuides. Eran como ochenta lucas, y yo había empezado a jugar al poker por internet. Me fumé las ochenta lucas en una semana. Tuve que inventar lo de los ladrones, para poder llevarme la plata. Me acuerdo que tu vieja se puso remal, tuvimos que internarla. Quedó muy mal, de los nervios, nunca volvió a ser la misma.
Por eso te llamé, porque hace como dos semanas que no tomo. Pasamos buenos momentos juntos, yo creo que ahora lo nuestro puede funcionar.