30.3.11

En esta despedida

Durante la práctica sexual, ella me pedía que la ahorcara. Que la ahorcara de rotunda y contundente manera. Tenía un perro, ella, un Rottweiler, y el Rottweiler, para sacarlo a pasear, ella usaba un collar de ahorque. Ella me pedía que la ahorcara con el collar de ahorque, que apretara más y más, y un poquito más.
Mientras la ahorcaba, ella me pedía que le metiera un turrón, un turrón común y corriente, un turrón Namur que todos recordarán de la escuela primaria. Ah, sí, debía meterle el turrón, el turrón Namur, en el culo. Con energía, ella quería que le metieran el turrón, en el culo, intensamente.
Mientras la ahorcaba, con el collar de ahorque de su perro Pericles, y con el turrón ya bien metido en el culo, ella quería que le pusiera un montoncito de cocaína sobre el clítoris. La cocaína se humedecía de a poco, y yo debía dar pequeños golpes con la yema del dedo índice, o del dedo corazón, de mi mano izquierda, sobre el clítoris cubierto de cocaína como si se tratara de azúcar impalpable que se iba haciendo una pasta primero, para diluirse después.
Y así, mientras la ahorcaba con el collar de ahorque, mientras le metía el turrón en el culo más y más adentro, mientras se me acalambraba el dedo de golpetearle el clítoris cubierto de cocaína, bueno, yo podía meter el pito en el único lugar libre, le metía el pito en la boca y hacía también lo mío (estás tratando de imaginar la posición, es comprensible).
Me permito esbozar algunos detalles que hacen desde ya a la vida privada de las personas, por que en esta despedida, ella me dice que siente que nuestra relación nunca funcionó del todo. No se marchó antes, dice, por que le hacía bien estar conmigo, toda esa ternura que solamente yo era capaz de darle.

25.3.11

Ya nada va a ser como antes

Cumplía años P. Cumplía treinta y tres años, y se le ocurrió que podíamos irnos todos a la playa, con el pretexto de festejar su cumpleaños. P. tenía un departamento muy bien ubicado en Miramar, desde siempre, era un departamento de su familia, había pasado todas sus vacaciones de niño en Miramar. El departamento estaba no demasiado cerca del centro, y a una cuadra del mar.
Íbamos a ser siete, con P., pero M. y G. no pudieron y se bajaron. M. Se había esguinzado un tobillo y dijo que no iba a poder hacer nada y se iba a amargar. A G. no lo dejó la mujer. Había tenido un bebé, G., con la inobjetable colaboración de su mujer, y la mujer estaba dispuesta a exigirle lo que creía que se merecía del mundo por haber cumplido con su quizás antropológico y ancestral rol de dar vida. Y todo lo que quería exigir la mujer de G., del mundo, había decidido exigirlo a través de G., lo que equivalía a decir que la mujer de G. no paraba de romperle las pelotas, a G. Parecía que la mujer de G. no iba a dejar de romperle las pelotas, a G., nunca más.
Éramos cinco, entonces, fuimos en dos autos. El cumpleaños de P. era un 24 de septiembre, caía viernes. La idea fue irnos el viernes a la mañana, hacer una cena para el festejo, un asado, en Miramar. Quedarnos el fin de semana, volver el lunes.
Salió todo a la perfección. El departamento de P. tenía más de cien metros, varios cuartos, sobraba espacio, un balcón terraza espectacular. No hacía demasiado frío, ni llovía. P. hizo el asado, comimos como enjaulados leones, como aplicados marsupiales, achuras, salchicha parrillera, ubre, asado, un matambrito de cerdo tierno como la caricia de una madre. Llevamos tres cajas de un digno malbec, tomamos como dos botellas por cabeza y nos fuimos yendo a dormir, de a uno, a medida que nos vencía el cansancio y se empastaba el pozo de compartidas anécdotas.
Al día siguiente, después del mediodía, fuimos a la playa. Había un solcito que acompañaba el sonido del mar. Jugamos a la paleta, y un cabeza, dos contra dos, atajando con espectaculares voladas para aterrizar sobre la olvidada blandura de la arena. Hasta conversamos con un grupo de chicas que nos convidaron unos mates, eran de Hurlingham, quedamos en vernos a la noche, ellas eran cuatro, querían ir a bailar a Mar del Plata.
Debían ser las seis de la tarde, estábamos tirados en la arena. Se había echado con nosotros un perro de playa, una mezcla de collie bigotudo, con el pelo duro de mugre, que se acurrucaba y nos miraba como si estar con nosotros fuera la cosa más divertida del mundo, lo mejor que le pudiera pasar. H. había ido a comprar dos docenas de exquisitas facturas, churros rebosantes de dulce de leche, vigilantes con membrillo que te dejaba los dedos hechos un pegote. D. fumaba un cigarrillo tras otro, como de costumbre, sin parar.
Entonces P. se puso de pie, se sacudió un poco la arena de las piernas, se quitó la remera.
–Bueno, chau –dijo, y empezó a caminar, decidido, hacia el mar.
–Pará, está fresco –dijo H., se chupó un índice y apuntó al cielo. Era cierto, había algo de viento, empezaba a refrescar– ¿Adónde vas?
–Estuvo todo muy bueno –se detuvo un momento P., como si estuviera buscando las palabras adecuadas, que podían estar tanto en la arena como en el cielo–, pero ya nada va a ser como antes. Me voy a matar.
Nos quedamos ahí, mirando a P. que llegó a la orilla y entró al agua casi al trote, sin detenerse, sin dudas. El agua le llegó a la cintura primero, P. siguió adelante, el agua le cubrió los hombros y quedaba la cabeza, una negra manchita, un puntito apenas, en medio del azul más inmenso que te puedas imaginar.

20.3.11

Lugar común

En el bar, ya habíamos pedido el desayuno. Café con leche, tostadas, queso y mermelada, yo. Un jugo de naranja, ella. Preguntó tres veces, al mozo, a mí, y a alguien más imposible de individualizar, si era exprimido, el jugo. Después preguntó si era natural, el jugo también. Faltó que preguntara qué raza de pájaros habían fornicado sobre la rama de la cual había crecido primero, para caer después, la naranja, la naranja con la cual le debían estar preparando en ese mismo instante, el jugo, del jugo de naranja, exprimido, y natural.
Habló un rato desde antes que pidiéramos el desayuno. Mientras caminábamos las tres cuadras hasta el bar. Habíamos pasado la noche juntos, pero lo que se dice antes de coger (cuando conocés a una persona) no cuenta, lo que se dice mientras se coge y después, inmediatamente después, pertenece al lenguaje pero tampoco cuenta como conversación, en el sentido tradicional.
Ella habló, entonces, ponele que fueron diez minutos, mientras bajábamos en el ascensor, que quizás en ese momento, al bajar, cumplía funciones de descensor, mientras caminábamos las tres cuadras, mientras nos sentábamos y esperábamos que nos trajeran el desayuno, en el bar.
Ella habló, dijo que estaba en su mejor momento, que así se sentía. Que una mujer después de los treinta años entiende cosas que antes no sería capaz ni de pensar. Sí, de la vida en general, del sexo también, ahora cogía mucho mejor que antes, con menos tabúes, con más libertad. Y el divorcio le había hecho bien, ahora ya sabía lo que quería y lo que no quería de una relación, de los hombres, lo que podía suceder, lo que se podía esperar. Su psicoanalista le había dicho que después de sus vacaciones en el norte de Brasil (las de ella, no las del psicólogo que veraneaba por lo general en San Bernardo) la veía mucho mejor, más entusiasmada con la vida, había logrado, finalmente, dar un paso adelante y continuar. Estaba su hija, también, Josefina, su pequeño milagro, algo maravilloso que quedaba de aquella relación, y que había salido de ella, algo para ver crecer y cuidar y ser feliz a pesar de todo lo demás. Se cuidaba, ahora, le habían dado ganas de hacer gimnasia otra vez, de verse linda. Y de estudiar, un curso de fotografía, o de teatro quizás. La plata no alcanzaba, la plata nunca alcanzaba, pero la plata no era lo importante, la plata no te hacía feliz, porque cuando estabas mal, estabas mal aunque te invitaran a Pinamar y te llevaran en un BMW y fueras a cenar a un restaurante con velitas y tomaras el mejor vino que hay. Lo importante era despertarse cada mañana con ganas de hacer algo, de poner música y sentir que ahí afuera siempre pueden pasar cosas lindas, sólo se trata de estar con la actitud correcta para que las cosas te sucedan, nada más.
Vino el mozo, dejó el pedido. Mi café con leche, mis tostadas con queso y mermelada, su jugo de naranja en un vaso de treinta centímetros de altura, de un naranja tan potente como para iluminar una mañana de invierno.
–¿Por qué estás tan triste? –Le dije, le pregunté. Y ella se puso a llorar, parecía que no iba a haber modo en este mundo para que pudiera dejar de llorar.

15.3.11

Quedan las marcas

Lo vi. Era Chespirito, seguro que era él. Aunque habían pasado muchos años, menos de veinte, pero más de diez.
–Hola, Chespirito –me acerqué y tendí una mano, porque yo acababa de entrar al bar y él estaba sentado prácticamente en la primera mesa, no había forma de pasar y hacerme el distraído. Le dije ‘Chespirito’, porque le decíamos Chespirito, no me acordaba si se llamaba Gustavo o Gabriel.
El tipo me dio la mano, levantó la mano con mucha lentitud, como si la mano fuera un pesadísimo pez. Mientras él levantaba la mano, me vino todo a la mente, o casi todo, como una película pasando con vertiginosa rapidez, montones de recuerdos lanzados en grotesca velocidad.
Éramos jóvenes, adolescentes, con ganas de ver qué tenía escondido la vida debajo del pulóver para nosotros. Las ganas de pelearnos, de emborracharnos, de coger. Y Chespirito era uno más, un chico excesivamente pálido y flaquito, con ojos siempre legañosos y una levísima tartamudez. Una tartamudez que se agravaba, es natural, cuando se asustaba o se ponía nervioso. Y nosotros lo asustábamos, lo poníamos nervioso, siempre. Era uno de nuestros preferidos deportes.
Éramos crueles, como sólo un adolescente que no ha sido salpicado por excesivas desgracias todavía puede serlo. Le pegábamos entre todos, cuando bajábamos a la calle antes de ir a bailar. Alguien decía ‘¡ahora!’, y lo tirábamos al piso, en la calle, para de inmediato tirarnos todos encima mientras él lloriqueaba y pugnaba por escapar. O estábamos comiendo hamburguesas, en Villa Gesell, y alguien se miraba con alguien y listo, uno le agarraba los brazos desde atrás y otro le rociaba con mostaza la cara, mientras él gritaba que se iba a quedar ciego, que no podía ver, y se caía de la silla ante la atónita mirada del resto de los comensales del lugar.
Una vez nos invitó a la casa, por su cumpleaños. Fuimos al dormitorio de los padres y pishamos entre varios toda la cama, Gaby sacó un peceto de la heladera y se lo pasó un buen rato por las axilas primero, por las ingles después, antes de volver a acomodarlo en la fuente con papas, zanahorias y cebollas, probable almuerzo del siguiente día. Cuando bajábamos del departamento, en huida, Marcelo arrancó el portero eléctrico de un tirón. Adrián contó que había encontrado el tejido que estaba haciendo la madre de Chespirito (era viuda, postrada en silla de ruedas desde hacía mucho, entre Fabricio y Carlos la habían encerrado en un baño) y lo había metido en el freezer, con los ovillos de lana, las agujas hechas un metálico bollo, todo. A Chespirito, del miedo, de la impotencia, le había dado un ataque de asma. Un vecino tuvo que llamar a una ambulancia mientras nosotros nos íbamos a bailar, matándonos de la risa, llevándonos una botella de whisky, por que Chespirito se había puesto azul, trataba de putear, lloraba, se moría.
Después nos dejamos de ver con los pibes. Nos vinimos grandes. Yo me puse a estudiar, Villa Gesell quedó enroscado en algún pliegue del pasado. La vida.
–Perdón –le dije–. Te quiero pedir perdón por todo lo que te hicimos durante la adolescencia. No era mi culpa, o no era sólo mi culpa, pero yo participé, de todo, sin excusas. Sé que es tarde, pero aprovecho para pedirte perdón. No sé.
–Nno tt tte perdono –dijo Chespirito, con su tartamudez galopando como un caballo rengo–, nno puedo pp perdonarte. Te agg gradezco el ggesto, eso sí, pero pero ojj ojj jalá te mmu mueras. Ustt tedes me cagaron la vida.

10.3.11

Ah, la mente

La mente. Ah, la mente es un artilugio de lo más complicado. El software del cerebro, la ensalada waldorf que nos mantiene andando. Mecanismo complejo si los hay, y delicado.
Te doy un ejemplo, para que veas. La hago cortita, la resumo, para que no te aburras, porque estábamos con otro tema.
Ah, sí, el ejemplo, el ejemplo.
Hay un estado, en los Estados Unidos, justamente, donde está permitida la pena de muerte. Debe ser Texas, seguro, por que es ahí donde está lleno de pelotudos que andan con un rifle en el auto y botas de cowboys, y sombreros, claro. Aunque no viene al caso, pero debe ser Texas.
Había un condenado a muerte, por robo, por violación, por varios asesinatos.
Pero aunque el condenado a muerte era una basura infecta, una alimaña de pantano, siempre hay alguien que se opone, a la pena de muerte. Por que es de una infinita truculencia, por que es la Ley del Talión, por que no arregla nada.
Y aparece un doctor, un neurólogo, también psiquiatra, y dice que va a hacer un experimento, Un experimento con el condenado a muerte. Para que la condena, la ejecución, sea igual de efectiva, pero menos cruenta. Cómo ejecutar al condenado siempre fue el tema que más raspa cuando se discute la cuestión, por que al presenciar una ejecución, se descubre que la sociedad se come al caníbal, que no hay manera, que está todo para el carajo.
Y no va que lo dejan hacer el experimento, al médico, con el condenado a muerte. Total, era un condenado a muerte, por lo menos que sirviera para algo. Una tan retorcida como lúcida línea de razonamiento.
El doctor hace lo siguiente. En lugar de la horca, o de la cámara de gas, o de electricidad. El doctor hace otra cosa.
Lo atan, al condenado a muerte, le vendan los ojos. Y le hacen un corte en la muñeca, eso es lo que se le explica al condenado. Que le van a hacer un corte en la muñeca, un corte de quirúrgica exactitud, para que se desangre, para que muera desangrado. La gran Séneca, si le querés poner un nombre.
Entonces le hacen el corte, te decía, pará, ¿querés tomar algo? Le hacen el corte, pero en realidad, lo que le hacen es un cortecito de morondanga, nada importante. Le hacen un corte en la muñeca derecha, un corte de la más absoluta irrelevancia.
Y ahora viene lo más interesante. Le ponen sonido, de goteo, sobre metal, como si lo que estuviera goteando fuera su propia sangre, la sangre del condenado, la sangre del condenado a muerte.
Eso es todo. Un goteo, gota y gota, plif plif, gruesos goterones de sangre sobre una metálica superficie, por que al tipo lo habían sentado sobre una especie de bañera con ese piso de metal, como de aluminio. Transcurridos un par de minutos el goteo se va atenuando, el goteo languidece hasta que, finalmente, se detiene. Para.
Así está el tema, cuando el goteo para, cuando el amplificado sonido del goteo para, el condenado se muere, de un paro cardíaco. Le habían hecho un cortecito de mierda, algo ínfimo, pero el tipo escuchó gotear y gotear su sangre, y le habían explicado cómo iban a matarlo. Ahí está su mente, en una habitación cerrada, a oscuras, su mente escuchando el goteo que es su propia muerte, tres minutos, o cinco. Cuando para el goteo, el hombre, su mente, sabe que se ha desangrado. Y se muere.
Ahora, con respecto a lo que nos acaba de suceder, bueno, sí, no es tan solo la mente. Te acabé adentro, como un dromedario, no pude contenerme. Yo también estoy preocupado.

5.3.11

Dulce

Estoy durmiendo, duermo. Soy un genio, se me nota demasiado, es evidente hasta la desmesura, soy absolutamente genial, pero a veces duermo, también. Así que duermo, no mucho, con digamos unas cinco horas estás vivo, con más de cinco horas podés funcionar, claro que es mejor dormir seis horas. Con siete horas, el día que dormís siete horas, te levantás con el pito parado y unas ganas de vivir tremendas. Tampoco me pasa dormir diez horas, o doce, eso te pasa, si te pasa, en la adolescencia, o si sos muy pelotudo, si no pensaste nunca nada de lo que tenías que pensar. Escuálidas recompensas de no saber.
Así que estoy durmiendo y suena el timbre. Suena el timbre de arriba, del departamento, por que si fuera el timbre de abajo podría ser que alguien pasó por la calle y tocó todos los timbres, para jorobar. Pero no, es el timbre de arriba. Dos timbrazos, largos, después uno más.
Me despierto, algo sobresaltado por cierto, miro la hora, son las tres y media de la mañana.
Voy hasta la puerta, no se por qué me pongo un short, voy hasta la puerta caminando en cámara lenta, tratando de no hacer ruido al pisar.
Miro, valga la redundancia (la redundancia algo tiene que valer), por la mirilla de la puerta. Nada, oscuridad. Hay un automático, en la luz del pasillo. Creo que de noche permanece encendida, un minuto, y después corta, cinco minutos o siete, si nadie la enciende, algo así. Espero, pegado a la puerta, mirando. Mirando y nada más.
Al rato se enciende, la luz. Me late el corazón, muy fuerte, como si alguien me estuviera dando golpes en el pecho para ver si tengo algún azulejo flojo.
Se enciende la luz. No hay nadie. Perdón, no hay nadie no. No hay una persona. Pero hay alguien. Hay un perro.
El perro es un Fox Terrier pelo duro, grandecito, marrón y negro. Está sentado, el perro, mirando hacia mi puerta. Tiene una trompeta, sí, el perro, junto a una de sus patas delanteras. No hay nadie más.
Corta la luz. Espero. Pasan unos buenos tres minutos, quizás cinco. Se enciende la luz. Ahí está el perro, ahí está la trompeta, todo igual.
Abro la puerta. Sé que es un error, sé que está mal, pero abro la puerta. Ahora van a salir tres tipos de alguna parte con cuchillos, con revólveres, y me van a robar. Me van a quemar con una plancha el rostro, por no querer decirles dónde guardo el dinero. Aunque no tengo plancha, no sé planchar, eso debiera jugar a mi favor.
Abro la puerta, esperando el ataque. Pero no, no hay nadie. Nadie que diga ‘arriba las manos’, o ‘quedate quieto porque te quemo’. No.
El perro alza la trompeta, con una pata delantera.
–Escuchá, loco, escuchá.
Y se pone a tocar la trompeta. Cierra los ojos y toca con energía, con sentimiento, el sonido rebotando contra las paredes del angosto pasillo. Arranca con las primeras notas de ‘you are the sunshine of my life’. El sonido de la trompeta me acaricia el alma, toca bien, el perro, el tema es bello de verdad.
–Gracias –dije–. Es un tema muy dulce, y es la versión más sentida que yo haya escuchado jamás.
Cerré la puerta, volví a la cama. Por eso le pedí un turno, porque creo que tengo un problema con la bebida, doctor. Por eso estoy acá.