31.1.10

Sin querer

Cada vez que subo a un taxi y el taxista, de alguna u otra forma, desea hablar conmigo, le digo que no, que por favor no lo haga, que no me hable.
Son hombres de trabajo, por lo general buena gente, con alguna anécdota para contar, alguna opinión acerca de cómo cambiar el mundo, una carcajada franca a veces, nada pretencioso, misceláneas, cultura general.
Y si el taxista hablara conmigo, como cualquier otra persona que intenta hablar conmigo, bueno, es tanta la diferencia lumínica, lo que doy incluso en la conversación más nimia, que el pobre tipo se daría cuenta de inmediato que me debe una fortuna. Y a mí me da un poco de pudor, no lo quiero incomodar.

27.1.10

Afterlandia

Otra vez. Me revienta tener que categorizar sobre un tema tan lábil, pero siempre hay alguien que pregunta, así que ahí voy, otra vez, no me chilles. Después de los treinta años, quedan dos y sólo dos categorías de personas. Los embarcados, y los que no.
Los embarcados, me explayo pero no mucho, para no agobiar, para no herir, los embarcados son aquellos que están, precisamente, embarcados, en alguno de los grandes rubros del horóscopo. Matrimonio, trabajo, hijos. En tal sentido, lo único que se observa, lo único que les queda es un tremendo y descomunal fastidio. Se está embarcado en algo que va a durar otros veinte años, o treinta, cada día más o menos igual al anterior, mejor no pensar. Queda entonces la llamita del piloto del calefón de la vida apenas encendido, para rumiar alguna queja, las cosas nunca son como vos creías.
Queda el otro grupo, los menos, lo no embarcados. Los que no se han casado ni han hecho carrera, no hay hijos ni veraneos que planificar. Esos sujetos han logrado gambetear las boludeces más o menos tradicionales que conforman una vida. Pero, siempre hay un pero, un día, puede ser domingo, puede llover, sienten que no han hecho absolutamente nada (no cuentan, corazón, las clases de gimnasia, los cursos de teatro, de fotografía), ninguna ex mujer va a llamarlos para entre insultos e imprecaciones reclamarles la cuota alimenticia, no habrá que ir al acto de fin de año del colegio de los chicos para ver que otra madre está realmente buena, o que otro marido tiene un auto digno, ni se está por acceder al cargo de subgerente regional en La Pindorchita S.A. Y es entonces que viene una desesperación, un terror flamante y desconocido, la nada en camisón.
En ambos casos, al poco tiempo, comienzan las enfermedades, la fatiga de materiales, la decadencia y caída. Que la cosa se pone peor, esto recién empieza.

23.1.10

El tiempo que vivimos juntos

Es verano, hace calor. El calor es, podríamos decirlo de esta forma, una particular cualidad del verano. Y Buenos Aires con más de treinta grados deja de tener sentido. Brota un odio todavía más alto y más fuerte, el fracaso saliendo por cada fastidiado poro, en fin.
Estoy durmiendo, pero es difícil dormir. Tengo un simpático ventilador que se encarga de mover el aire, sólo que no hay aire para mover. No tengo aire acondicionado, ni horno a microondas, no me divierte ver a Tinelli, no entiendo el sushi, soy así.
Me despierto, algo extraño, una sensación. Abro los ojos, enciendo una luz.
Hay una cucaracha en la cama. Es bastante grande, de un marrón muy oscuro, vibrátiles antenas, cara de cucaracha, cantidad de patitas con ese doblez tan desagradable y característico. Despertarse y ver una cucaracha en la cama es desde ya una repugnante experiencia. Dan ganas de saltar y esconderse en el baño por una semana, aplastar la cucaracha con un zapato, rociar la cama con insecticida, primero, con lavandina, después, irse a vivir a otro piso, a otro barrio, a otro país.
Pero luego, casi de inmediato, me viene a la mente el tiempo que vivimos juntos. Y la cucaracha está quieta, sin excesiva maldad más allá de su intrínseca naturaleza, sin fastidio ni reproches, sin ese desesperado anhelo de hacer daño a la otra persona, de aniquilar, de lastimar porque sí.
–Nada, no pasa nada, debía estar soñando algo feo –digo, y apago la luz.

19.1.10

Probabilidad y estadística

–Café con leche, tostadas, queso y mermelada, por favor.
Espero, espero un rato. Es un bar de mi barrio. Casi no hay clientes. La moza que me atiende tiene dos rectángulos negros de tres centímetros de largo por un centímetro de ancho, debajo de los ojos. Como si alguien le hubiera pintado las ojeras con betún, como he visto que hacen algunos jugadores de fútbol americano, aunque nunca comprendí por qué. No creo que la moza juegue al fútbol americano, el fútbol americano es un deporte que jamás he entendido, también debo decir.
Pasados cinco minutos, o siete, pero no diez, llega mi pedido. El café con leche está frío, la taza tiene dos profundas rajaduras, que van del borde a la base y que resultarán difíciles de esquivar cuando apoye, de manera tan ínfima como sea posible, los labios, justamente en la taza, maniobra por lo general necesaria para tomar el café con leche, las tostadas han sido quemadas con énfasis y muestran el color y la textura del carbón, el queso untable tiene una amarillenta capa de una gelatinosa textura en la superficie, la mermelada es prácticamente un líquido que va del rojo al naranja sin saber dónde detenerse, una mermelada que parece dudar, entre otras cosas, sobre su sabor, su fruto de pertenencia.
Llamo a la moza, sin emitir sonido, con un dedo. Un dedo índice en alto, apuntando a algún cielo.
–¿Qué le debo?
–Son catorce pesos –me dice.
–Tome –saco un billete de cien–. Traiga todo de nuevo –reviso de una ojeada el interior de mi billetera–. Me quedan setecientos treinta y dos pesos y toda la mañana. Alguna va a salir bien.

15.1.10

Sin motivo

Si le preguntaran a alguien, a cualquiera, por qué hace lo que hace, por qué está donde está, bueno, en el 93% de los casos, con un error de aproximación del 1%, la persona, el sujeto en cuestión, tendría dificultades para responder con un mínimo de lucidez.
A modo de ejemplo, en lo que podría denominarse ‘ejemplo 1’, muestran por televisión la largada de una maratón, el instante previo. Más de diez mil personas dispuestas a salir como si les hubieran metido un matafuego en el culo, para correr, con el matafuego en el culo, más de veinte kilómetros, energía pura. Se escuchan miles de suelas de goma dando saltitos en el lugar como una cantata de hámsters, las respiraciones agitadas, miradas de animales con un desesperado anhelo de escapar.
Entonces un periodista jovencito se acerca, en la primera fila, a una mujer de unos treinta años, motivada, eléctrica, todo sonrisa. Y le pregunta ‘¿y usted, por qué corre?’
–¡Ehhh… O sea, yo…! –la mujer salta en el lugar, levanta los brazos al cielo y los deja allí–. Yo… ¡Adrenalina! ¿Entendés?
El ejemplo es más triste que absurdo, lo mismo sucedería si uno entrara a una oficina y le dijera a un empleado con más de veinte años en la empresa: ‘¿y usted, por qué trabaja?’ El único cambio significativo, sustancial, de la respuesta, más allá del balbuceo y el estupor, sería el reemplazo de la palabra ‘adrenalina’, por la palabra ‘familia’, o ‘guita’, y no mucho más. Podríamos preguntarle a alguien que está casado, por qué está casado, no hace falta aburrir.
Vamos a tener que dejar de subestimar el poder de la inercia. Vamos a tener que entender que flotar te puede llevar mucho más lejos que nadar.

11.1.10

No me desanimo

El portero del edificio que estaba a cinco cuadras de mi casa, una vez salió en la tele. Lo reconocí, esa vez, al instante, porque siempre me bajaba del subte y caminaba las mismas cinco cuadras. Cuando vi la cara del hombre en la televisión, se me vino a la mente de inmediato.
El hombre, el portero, salió en la televisión aquella vez, porque fue un héroe. El edificio donde trabajaba se quemó, en la madrugada, un incendio de los bravos. El hombre se despertó y antes que llegaran los bomberos, rompió puertas, saltó de balcón en balcón, bajó un par de gordas a upa, en andas, a caballito, por las escaleras. Eran gordas que se hallaban sofocadas, inconscientes. El portero, incansable, dijeron por televisión, logró asistir a siete vecinos (no sé si un perro cuenta como vecino, en tal caso fueron ocho) antes de quedar exhausto por el humo y caer desmayado.
Arriesgó su vida desinteresadamente, dijo el locutor del noticiero en aquella oportunidad, y los vecinos, reunidos en la calle frente a la puerta del edificio, aplaudieron al portero que permanecía silencioso y emocionado en indefinibles proporciones.
Han pasado varios años, más de tres, menos de cinco, y vuelvo al barrio. Debo reunirme con una persona, en un bar. Paso por delante del edificio, del edificio que se quemó aquella vez.
El portero está en la puerta del edificio, apoyado con ambas palmas sobre el mango del escobillón, el mentón sobre el dorso de las manos. Está algo más gordo y luce desarreglado, con el aspecto de quien suele comenzar a beber antes del mediodía. Insulta a un joven paseador de perros que viene a devolver el animal de un vecino, se burla de una vieja a la que le cuesta caminar. Lanza una furibunda escupida contra un automóvil estacionado.
Lo que quisiera mencionar es que a pesar de las infectas y absurdas basuras que somos, todos podemos tener un heroico momento. Alguna vez.

7.1.10

Porque lo soñé anoche

Estoy en el aeropuerto, esperando. Esperando para subir a un avión, un avión que sale en cuarenta minutos.
La dificultad, lo que me incomoda, es que sé que el avión se va a caer. Alguien podría preguntarme, es perfectamente lógico y natural, cómo lo sé. Simplemente lo sé, nada, eso, lo soñé anoche. Vi el número del vuelo pintado en el fuselaje del avión, vi las caras de los demás pasajeros, presos del último estupor, cuando resultaba ya evidente que el avión se caía.
¿Por qué se caía? ¿Por qué se va a caer el avión? Ah, no importa, algún desperfecto mecánico, le han puesto alas de durlock, metieron una pata de pollo en el caño de escape, esto es Argentina.
El punto está en que sé que el avión se va a caer, pero no puedo avisarle a nadie. ¿Qué hago? ¿Me acerco al mostrador y pido que suspendan el vuelo, porque soñé que el avión se caía? No va, no camina. Van a llamar a la policía, si es que insisto, y me voy a pasar la tarde contestando preguntas que no tienen respuesta.
También puedo quedarme sentado, acá, en el bar del aeropuerto, no subir al avión, pedirme una hamburguesa con tomate y una cerveza, esperar. Y salvarme. No estar en el avión, en el avión que se cae.
Pero con la suerte que tengo, como vengo últimamente, puede que el avión no se caiga, y entonces, mientras espero el próximo vuelo, me voy a sentir un monumental repelotudo. No pego una.

3.1.10

Te estoy hablando a vos

Sé nadar. Desde siempre, desde chico. Así que aprovecho, ya de grande, cuando puedo, para nadar. Si estoy de vacaciones, si estoy en algún lugar de veraneo, si estoy cerca del mar, me gusta nadar, en el mar.
Así que estoy en el mar, nadando, bien adentro. Deben ser las siete de la tarde, o siete y media. Uno siente que está en medio de una fuerza superior, siente que la naturaleza te abraza y te contiene y te da una cariñosa palmada mientras te muestra, apenas, de lo que es capaz. Encargué unos ñoquis con pesto en una rotisería, y tengo un buen vino. Voy a nadar veinte minutos más, mientras el sol comienza a retirarse. Después me voy a ir a cenar.
De pronto, como un ataque cardíaco o un accidente automovilístico, todo se pone mal. A mi lado, a no más de un metro de distancia, una aleta.
Ahora sí que estoy en problemas, Es por eso que hay que meterse a nadar en el mar de a varios, nunca solo. El ruido espanta a los tiburones.
El mensaje es unívoco. Estoy nadando, a unos doscientos metros de la costa, y hay un tiburón a un metro de distancia. Y son las siete y treinta de la tarde, más o menos, y tengo encargado unos ñoquis en la rotisería, y tengo también una botella de un vino buenísimo que no sé si llegaré a tomar.
Estoy paralizado del más puro espanto. Pero es una parálisis con inercia, sigo braceando, y mientras braceo aprieto bien fuerte los ojos, y se me escapa un sollozo que me devuelve una bocanada de sal.
Casi puedo sentirlo, pero todavía no lo siento. Supongo que será un chasquido seguido de un tremendo dolor. El tiburón me arrancará una pierna de un mordisco, quizás con eso sea suficiente. Quizás pueda llegar nadando hasta la costa, o quizás alguien me haya visto, y me rescaten con un bote inflable antes que la hemorragia me haga perder el conocimiento. Quiero comer los ñoquis, quiero tomar un vaso de vino y abrazar a Laura, lo que equivale a decir que quiero vivir.
Sigo nadando y llorando, nadando y llorando. Quizás ya me falta una pierna, quizás ya fui mordido y el frío del agua me impide sentir.
–¡Eh! No llores, che.
Debo estar inconsciente, debo estar en la cama de un hospital. Me resisto a abrir los ojos, a escuchar las malas noticias.
Pero sigo nadando, el sol en la frente, el vaivén del mar.
Abro los ojos.
–Hey, sí, a vos. Te estoy hablando –giro la cabeza. El tiburón asoma el hocico y me mira de costado–. Sí, quedate tranquilo, que no pasa nada.
–Pero, pero.
–¡No parés! Seguí nadando, no parés, que ya nos vieron –sigo nadando, más despacio–. Quedate tranqui, lo que pasa es que estoy aburrido. Se fueron todos, y me perdí. El agua está refría, no pasa nada. Miramar es una mierda.
–No sé qué decirte.
–Te vi solo y me acerqué, pero ya sé que es un quilombo. La culpa es de Spielberg. El tipo filmó la peli, la primera eh, y ahí cagamos. No nos quiere nadie. La gente puede vivir en un dos ambientes de cuarenta metros con un Rottweiler, pero ven una aleta y te cagan a tiros. No me parece justo.
–No sé qué decirte.
–Sos medio boboncho, vos. O quizás no, te entiendo. Es el julepe.
–Y sí. Disculpame. Estoy acá, indefenso, esperando que me arranques una pierna, y vos te ponés a hablar de cine.
Se ríe, muestra todos los dientes, se acerca un poco y me choca, de perfil, vamos flanco contra flanco, está jugando.
Lo palmeo, le acaricio la aleta. Tiene la piel rugosa y fría.
Se da vuelta, se pone como un perro, panza arriba. Le hago cosquillas.
–Tenés un aliento horrible. ¿Qué comiste? –Le digo y se atraganta de una carcajada.
–¡Uh! –vuelve a girar–. Ahí te vienen a salvar. Escuchame, me voy a ir porque si no es un quilombo. Cualquier cosa decí que era una tonina, o que te tiré un mordisco y zafaste de casualidad. No sé, mentí.
–Bueno –le digo. Le paso una mano por el hocico–. Te juro que es lo más raro que me pasó en la vida.
–Chau, forro, andá. La próxima te morfo un brazo –se ríe, una carcajada aguda y contagiosa. Desaparece bajo el agua.
Me quedo flotando. Levanto los brazos, agito las manos por encima de la cabeza.
–¡Ayuda! ¡Eh, acá!