27.9.09

Plan B

Te la hago fácil, lo vas a entender porque es fácil. Soy la persona ideal para cuando todo lo demás te salió mal. Soy perfecto para cuando todo lo que tenías planeado fracasó. Para cuando lo que podríamos denominar, si es que resulta preciso denominarlo de alguna forma, cuando tu plan A se va a la mierda, entonces, por motivos fáciles de entender aunque difíciles de explicar, me encontrás a mí.
Cuando te das cuenta que no se va a cumplir ninguno de tus sueños infantiles, cuando descubrís que tu tío te violaba a los once años, cuando encontrás a tu marido encerrado en el baño de servicio masturbando al Fox Terrier pelo duro de tu vecino del séptimo B, cuando te percatás que te casaste y tuviste tres hijos pero no podés dormir al lado de esa cosa que tenés al lado, nunca más, cuando captás que tenés la vagina más seca que una baldosa de porcelanato, cuando percibís que la felicidad se fue como una luz debajo de una puerta, cuando te das cuenta que te meterías un turrón en el culo y subirías a la terraza, justamente, con el turrón en el culo a cantar ‘satisfaction’ bailando igual, casi igual que Mick Jagger en aquel recital (Super Dome, New Orleans, 1981), cuando te pasa todo eso, cuando te pasan esas cosas, ahí aparezco yo.
Y te parece que todavía es posible, que un rayo de sol atraviesa los pesados nubarrones de tu tragedia personal e intransferible, que quizás te queden fuerzas para seguir adelante, que tan solo necesitás tomar aire, un par de cafés con leche, aún te queda una oportunidad.
Entonces te das cuenta que aquello que debió sucedernos, debió sucedernos antes. Te das cuenta que te equivocaste, que, como casi todo el mundo, te perdiste en el camino, no te fijaste bien y se nos hizo tarde. Y te enojás mucho, conmigo, es natural.

23.9.09

Te deseo lo mejor

Trabajo en una oficina, no quisiera entrar en detalles que pudieran herir la sensibilidad del lector, no quisiera ahondar en cosas que pudieran impresionar. Digamos, porque de alguna manera hay que decirlo, que soy jefe de un departamento, jefe de un sector compuesto por siete personas. No es algo que defina la historia.
Una de las personas del sector, al que llamaremos el sujeto A, me informa que va a dejar el trabajo, y como consecuencia el sector. Este muchacho, que ya no es un muchacho sino un tremendo repelotudo de treinta y tantos años, ha conseguido otro trabajo, y se va.
Son cosas normales que suceden en cualquier oficina, las oficinas se alimentan con determinada regularidad de carne fresca, alguien mejora, alguien huye, alguien comienza su particular e intransferible via crucis, alguien se va.
Le digo a A. las boludeces de rigor. Que fue bueno haber trabajado juntos, que todo el mundo tiene derecho a progresar, que le deseo lo mejor. A. tiene el natural entusiasmo de quien cambia de novia y cree que todo ha sido un error, que todavía puede recuperarse, ser feliz. Esos pequeños saltitos de ardilla que hemos dado en llamar ‘vida’, hasta que alguna fuerza superior nos de vuelta nuestras canoas hechas de precarias certezas y nos arroje a la mismísima mierda, demostrándonos que no sabíamos nada, que no teníamos idea, que ahora carecemos del talento o la suerte para volver a empezar. Lo normal.
Le digo a A., ya lo conté, que le deseo lo mejor. También le digo que sería bueno organizarle una cena de despedida, que sería bueno para el grupo, que me deje a mí.
Combinamos entonces el día y la hora, y le digo un lugar, le digo que yo me encargo, que soy el jefe, que organizar es mi especialidad.
Lo cito entonces para el jueves siguiente en un restaurante, a las nueve de la noche, un lujoso restaurante de la ciudad. Voy a ese restaurante, de hecho, y reservo una mesa para siete personas, dejo de seña el 30% de la consumición estimada, no importa el dinero, la reserva está hecha a nombre del sujeto, a nombre de A.
Entonces me reúno con los muchachos del departamento, los muchachos que trabajan conmigo, me reúno en ausencia de A. Y los invito a una cena, el jueves que viene, a esa hora, a las nueve. Pero los cito en otro restaurante. Les digo que no hablen de esto con A., ya que como A. se va de la organización, he decidido no invitarlo. Ya no pertenece al equipo, y yo debo hablar con ellos de cosas secretas, cosas que nadie que no pertenezca a nuestro sector debe escuchar.
Y llega el jueves, el jueves que viene que no va a ser más el jueves que viene sino el jueves, hoy. Recibo a los muchachos en el restaurante al que los he citado y les pido que apaguen los celulares porque quiero contarles algo, algo muy importante.
Mientras imagino a A., solo, en una mesa de siete personas, en medio de un restaurante lujoso y repleto de gente, esperando la llegada de sus compañeros que le han organizado una cena de despedida, preguntándose qué pasa mientras mira hacia la puerta y ruega por la llegada de cualquiera, de al menos uno, porque no entiende qué puede estar sucediendo, y un mozo se le acerca a preguntarle si desea tomar algo, un vaso de agua, mientras espera.
Yo pido vino, un par de botellas de vino caro, le digo al mozo que vamos a tomar el mejor vino, se trata de una ocasión especial.

19.9.09

La birome

Entro a un bar, a un bar de siempre, a uno de los bares de siempre en realidad, uno de los bares donde desayuno.
Me pongo de pie, de manera tan inesperada como tranquila. Hay poca gente en el bar, esa es quizás su única gracia. Es muy temprano.
Me acerco a una mesa, una mesa donde desayuna una parejita joven. El va de traje, hojea un diario. Ella es bonita, cabello corto, sin maquillaje, pulóver color salmón, orejas perfectas.
–No va a funcionar –apoyo las dos palmas sobre la mesa, entre un café con leche y un vaso de agua–. Ya están aburridos, y salen hace no mucho más de un año. Todavía dura un poco el sexo, pero se va apagando, siempre lo mismo. Date vuelta, o chupamelá. Por más que trabajes y trabajes, nunca vas a juntar la plata necesaria. Y vos querés tener un hijo, claro, porque vas para los treinta y te empezás a asustar. Pero también vas al psicólogo, y le contaste que te gusta un pibe de la facu, un peludo de barbita, y el psicólogo te dijo que le des lugar a tus sentimientos, que pruebes. Y cuando haya que ver quién se queda con el horno a microondas, siempre es triste, porque a la frustración se le suma el odio y uno se quiere descargar con la otra parte. Echarle la culpa al otro, para poder continuar.
Camino unos pasos, me acerco a otra mesa. Es un señor de elegante sport, cincuenta años, canoso, un reloj digno. Hay un maletín apoyado en el asiento libre de su mesa. El señor habla por celular.
–Es mentira –le apoyo una mano sobre el hombro, y se sobresalta–. El negocio no va a salir nunca. Fuiste un buen vendedor de cortinas para baños o máquinas de coser, pero fue hace mucho. Te quedaron dos trajes, y esa camisa no da más. Seguís creyendo que te queda una vuelta más en la calesita de la vida, seguís esperando en el andén un tren que no va a pasar. Ahora viene la vejez, sin guita. Y un hijo que te desprecia. Podés aceptar el cocker que te quiso regalar la vecina del quinto, y sacarlo a la noche a caminar.
Hay otra mesa, una chica flaquita, leyendo un libro de Cortázar de tapas mordidas. Se baña poco, tiene el cabello muy sucio, pero sus tetas son redondas y firmes.
–No te lo creés ni vos –con un ínfimo movimiento la obligo a apoyar el libro abierto sobre la mesa, aunque no lo suelta–. Estás repodrida de leer, de vivir alquilando con tres amigas de la facultad. Podés recitar páginas enteras de ‘Rayuela’, de memoria, y aún así nadie te invita a cenar. Los chicos del barrio tocan la guitarra, quieren coger veinte minutos, media hora como mucho, y escapar. La vida de bohemio es preciosa en las películas, pero ahí a la vuelta espera la realidad hecha de bombachas con elásticos vencidos y heladeras viejas que hacen una bocha de hielo imposible de romper. Quizás convenga que vuelvas a casa, con los papis, a tomar mate, ver novelas, descansar.
Vuelvo a mi mesa, me siento. Es que perdí la birome, no me di cuenta. El café está frío. Yo si no escribo me pongo mal.

15.9.09

Mi papá se muere

La historia tiene muchas aristas, algunas demasiado tristes para ser contadas. La historia, como todas las historias, como corresponde, tiene muchas aristas, pero quisiera concentrarme en una en particular.
Mi papá se muere. Mi papá se está muriendo, sin remedio. Es cáncer y es un ACV y es todo una mierda y es todo lo demás. Lo acaban de operar, con evasivas, con ese lenguaje tan particular que tienen los médicos, donde todo lo malo puede suceder, volverse más malo, y cuando uno pregunta qué pasa si todo sale bien, cuando uno pide que le cuenten el resultado positivo para que entonces valga la pena jugar, los médicos, el médico, se limita a hacer silencio y a mirarte de una forma que le deben haber enseñado en la facultad.
–Usted tiene que entender que la no progresión de la enfermedad debe ser vista como un resultado positivo –dijo el médico. Y a mí me dieron ganas de decirle que mi papá era una buena persona y que la salud es la ausencia de enfermedad y que yo podía tranquilamente meterle el estetoscopio en el culo y luego escucharlo por dentro, sólo porque era injusto que un médico no pudiera hacer nada para salvar a mi papá, y tampoco tuviera tres gotas de sensibilidad en todo su organismo para poder explicarlo.
Entonces operaron a mi papá, que ya no iba a despertarse nunca más, y estamos en uno de los días en que mi papá yace en coma y yo llego al hospital para escuchar el parte médico y hablarle a mi papá al oído y decirle que lo quiero mucho y que las cosas van a mejorar aunque sé que no es verdad.
Llego al hospital, y el médico está saliendo con su auto. El auto es un Volkswagen Gacel 1995, blanco, sucio. Tiene uno de los ventiletes laterales, la luneta triangular del lado del conductor, no sé cómo poronga se llama ese pedacito de vidrio, rota y pegada con cinta adhesiva.
Me acerco. El médico asiente en una especie de saludo, como diciendo ‘no hay novedades y qué le vamos a hacer es la vida’.
–Vos no podés salvar a nadie, boludo –golpeo con un nudillo el inexistente cristal–. Si hubiera visto qué auto tenés, jamás te hubiera dejado operar a mi papá.
Sé que lo he tocado, lo veo en su rostro, es tan necesario que todos sepamos que fuera de nuestra estricta área de cobertura somos apenas un boludo más. Y entonces me doy vuelta, subo las escaleras como si tuviera un millón de años, me seco las lágrimas con un antebrazo porque no quiero que mi mamá me vea llorar.

11.9.09

Lo normal

Desde siempre, desde chico, y la adolescencia, cuando importa, cuando duele, mucho más, me pasa algo, me pasa lo siguiente, me pasa lo que voy a tratar, sin aburrirte, de explicar.
Si yo entraba a un aula, en el colegio, o en un curso, o a un gimnasio, o a una discoteca, no importa el lugar. Lo que importa es que yo entre, me incorpore, a una situación donde hay, como en tantas situaciones a las que uno se quiere incorporar, un grupo de gente.
Lo normal, entonces, me desvío, me aparto pero ya vuelvo, es mi manera tan particular y exquisita de hablar, lo normal, decía, es que alguien ingrese a un lugar, y la mitad de la gente, pongamos un sesenta por ciento de la gente, sienta una tenue indiferencia por la persona en cuestión, no le preste mayor atención, no le de mayor importancia ni le genere interés la persona que acaba de ingresar. La otra mitad, pongamos el cuarenta por ciento restante, puede manifestar una también débil curiosidad, algo de interés por conocer al nuevo sujeto, siempre alguien nuevo refresca un poco el ambiente, mueve el agua, miremos qué dice, su manera de actuar.
Pero conmigo no, conmigo nunca fue así, jamás tuve esa oportunidad. Cuando yo hacía mi ingreso, mi aparición, sucedía algo tan sintomático como instantáneo.
El noventa y dos por ciento de los presentes me odian con todo el alma, me odian con énfasis, me desprecian profundamente, sin motivo (debo recordar, es preciso, que los presentes a los que me refiero en el precario ejemplo, no me conocen todavía). El tres por ciento de la gente me ama, siente que soy el nuevo mesías por tanto tiempo esperado, sienten que soy un tipo entretenido, con una contundente pija, un sabio, un buda, un genio de nuestro tiempo, aunque si les preguntaran por qué desde luego no tendrían nada para decir, no lo podrían explicar. Al cinco por ciento restante le da lo mismo si me tiro un pedo o si me pongo a cantar un tema de Leonardo Favio (‘Aquella noche de verano’, para ser más exacto. No, no dije el tema ‘Fuiste mía un verano’, dije ‘Aquella noche de verano’, hay cosas donde la precisión debe imperar, por favor no te confundas).
Las características, los grupos descriptos, tienen el curioso atributo de lo definitivo. Nada que yo haga hará que alguien que me odie pase a amarme, o al menos logre resultarle indiferente mi persona. Eso no pasa nunca, y por lo tanto, me permito decir que no puede pasar.
Te lo cuento para que entiendas que lo que te ha sucedido conmigo, el desbordante y por qué no descomunal odio que te genero es algo absolutamente lógico, me atrevería decir normal. No luches contra eso, tampoco yo pienso hacer el mínimo esfuerzo para remediarlo. Tu odio es un dato revestido de la más pura lógica estadística. Me parece bien, dejémoslo estar.

*http://www.youtube.com/watch?v=hafT7mCvXN0

7.9.09

Mala racha

Las cosas no me salen.
Fracaso en campos donde solía desenvolverme con absoluta solvencia.
Me tropiezo, estornudo, tiro gaseosas. Molesto, interrumpo, salpico, empujo, mancho.
Estoy, así me lo dicen, más viejo, más gordo, más pelado.
Los gatos del parque no dejan que los acaricie, los perros me muestran los dientes, me ladran, como si les hubiera quitado algo.
Los ladrones se rehúsan a robarme, los mendigos que piden dinero, que mendigan, se callan cuando paso, se repliegan contra la pared, esconden la mano.
Nadie intenta venderme nada. Nadie me ofrece un fantástico descuento. Las cajeras de supermercado bajan la vista y me cobran lo más rápido posible.
Nadie me toca bocina y acelera para atropellarme con su automóvil, nadie me para por la calle para decirme que fuimos juntos al colegio secundario.
El sol brilla menos. La lluvia no me provoca el acostumbrado entusiasmo.
Soy un genio, como siempre, soy genial. Pero las cosas no me salen.

3.9.09

Mandarinas

Paso por una verdulería. La verdulería, también es una frutería. Los locales que venden verdura, suelen vender, también, fruta. Son cosas que parecen apoyarse en la tradición, han sido así, desde siempre, conviene no preguntar.
Tengo que ir al trabajo, para eso he salido a la calle, pero me detengo. Hablo por unos instantes con el verdulero, que también es el frutero. Le pregunto por un cajón de mandarinas, de diez kilos. Sí, lo quiero comprar todo. Negociamos un poco el precio, regateo pero sin convicción, sólo porque es lo que se espera de mí. Llegamos a un acuerdo.
Agarro el cajón de mandarinas, y me siento en el cordón de la vereda, a escasos tres metros de la verdulería, que también es frutería. Saco todas las mandarinas del cajón, y me pongo a pelarlas. De a una. Con bastante cuidado, con bastante atención.
Lleva tiempo, son muchas mandarinas. Deben ser ochenta mandarinas, o cien. La gente me mira. Lucho con las mandarinas, el aire se impregna de un característico olor.
Después de unos buenos veinte minutos, he concluido la operación. Vuelvo a colocar, prolijamente, todas las mandarinas dentro del cajón. Me guardo las cáscaras, los pedazos de cáscara, dentro de los bolsillos, del saco, del pantalón.
Me acerco a la verdulería, que también es frutería.
–Te lo dejo –le digo al sujeto que me vendió las mandarinas, y le paso el cajón.
El sujeto me mira con una curiosa mezcla de fastidio y resquemor.
–No entiendo –repite– ¿Me las dejás?
–Sí –digo.
–¿Y para qué querés las cáscaras? ¿Por qué no te comés las mandarinas? No entiendo qué te pasa.
–No como mandarinas, no me gustan las mandarinas. Me gusta el color.