31.7.09

Beato

El proceso de beatificación, según detallan los especialistas, es extremadamente complejo. Exige cumplir una meticulosa cantidad de requisitos de los cuales, el más relevante, es el de tener, al menos, un milagro comprobable.
En mi caso personal, recuerdo que cuando te apoyé el pito en la frente, te hice sonreír. Hacía mucho tiempo que no estabas contenta y te sentiste mejor, casi de inmediato.
Conste en actas.

27.7.09

Medalla de bronce

La competencia consiste en ver quién es el hombre más fuerte del mundo. Es más, con ánimo de ser taxativos, supongo, para no dejar dudas, la competencia se llama ‘El hombre más fuerte del mundo’.
La competencia implica juntar ocho o diez hombres de diversos confines de la tierra, puede ser Mongolia, puede ser Uzbekistán, puede ser Polonia, y que compitan. Que compitan para ver quién es el hombre más fuerte del mundo.
Las pruebas radican en disciplinas de lo más diversas: levantar unas inmensas bolas de concreto, de cien kilos o más, y apoyarlas sobre una tarima, levantar y empujar y dejar caer y volver a levantar unas gigantescas ruedas de tractor de más de dos metros de altura, colocarse una soga a la cintura y arrastrar un camión de doce toneladas, sostener en el aire por sobre la cabeza el tronco de un árbol durante la mayor cantidad de tiempo posible, cosas así.
La multitud ruge de entusiasmo, aplauden, gritan, mientras los hombres exhalan su último aliento, o les explota una rodilla, o se les corta un bíceps. Y siguen, porque lo importante es seguir.
Hay allí puesta una energía, un empeño, suficiente para lograr que la tierra se detenga y comience a girar en sentido contrario. Existe allí la fuerza para mandar un cohete a la luna de una patada en el culo y decirle que vuelva.
Y mientras todo eso sucede, yo pienso en Beethoven o en Mozart, en alguno de esos chicos capaces de componer una sinfonía a los once años, en Bobby Fischer, saliendo campeón de ajedrez de los Estados Unidos cuando un pibe de su edad todavía no ha terminado el colegio secundario, pienso en Picasso, en Dalí.
Pienso que después de la suerte, lo mejor es el talento, y tal vez después venga el esfuerzo, pero no creo que sirva, no tiene gracia, no así.

23.7.09

Esa luz

Bajo al subte, Chacarita. Paso el molinete sin prestar atención. Viajar en general, viajar en subte en particular, consiste en esperar. Esperar y no mucho más que eso. Ir de un lugar a otro con mucha gente, entregarse, rendirse, dejarse llevar. Por lo general estoy con un libro en la mano. No me importa demasiado lo que diga el autor, no me importa demasiado el libro, pero me importa mucho menos la realidad. Leo en el andén, un par de páginas, leo en el vagón, quizás cinco páginas más. Se trata de no mirar a la gente, de no ver ese fracaso que se te pega como una lapa y no se te va más.
Entro al vagón, sigo leyendo.
–¡Aleluya! –grita alguien, un hombre de camisa a cuadros con un diario en la mano, casi enseguida. Pero no importa. En el subte hay gente que vende cocaína o yogures, gente que grita o que llora o cae muerta, gente que toca el acordeón o tiene el rostro quemado con kerosene por un familiar directo. No pasa nada, es un ratito Bombay.
–¡Es el maestro! –Una mujer cae a mis pies y se aferra, literalmente, a mi tobillo derecho. Apoya su frente sobre mi empeine. Debo tomarme de una manija para no caer.
–¿Señora, se siente bien?
Tres mujeres se persignan. Un hombre bastante calvo revuelve sus bolsillos y me arroja dinero, billetes, hasta la última moneda.
–¡El mesías! ¡El mesías! –grita una adolescente que está, para ser franco, a pesar del fatídico piercing, bastante buena. Y señala mi cabeza, un poco más arriba, dibuja en el aire, con un índice que termina en una uña pintada de azul, un círculo, un aura, un brillo que al parecer me cubre y resplandece.
–¡Tiene la luz! ¡Es Sai Baba! ¡Es Cristo! ¡Es Krishna! –Otra mujer se pone a llorar. Un hombre se cubre la cabeza con el portafolio, parece como si quisiera meter la cabeza dentro del portafolio, pero del portafolio caen cosas, carpetas, biromes, un desodorante en barra.
El subte se detiene, en Malabia. Todos aplauden. De pronto todos aplauden. La gente mira por encima de mi cabeza, unos quince centímetros por encima de mi coronilla, se quedan con la boca abierta, las manos en alto. Alguien se desmaya.
Trato de seguir leyendo, de hacerme el desentendido, pero es imposible. Esta mañana me lavé la cabeza con un champú diferente, es lo único que recuerdo. Qué les pasa.

19.7.09

¿No te das cuenta?

Es muy temprano. Camino por la calle. No sé por qué camino por la calle, tan temprano, o sí lo sé. Tengo que hacer algo, alguien me pidió sangre para un familiar, y yo soy de la teoría que quien no te pide sangre, te pedirá dinero. Prefiero que me pidan sangre.
La mañana es fría, Buenos Aires sin gente es genial. Tengo hambre, eso sí, porque para dar sangre hay que ir en ayunas. Tampoco debería tener hambre, ya que no suelo estar despierto a esta hora, pero supongo que el cuerpo se queja por las dudas, como cuando uno saca un gato de su casa, el gato no sabe si lo están llevando al veterinario, lo que sí sabe es que preferiría que no le rompan las pelotas.
Hay un portero baldeando la porción de vereda que corresponde a su edificio.
–Cuidado, che –sigo caminando, dos pasos, tres, y me detengo. No hay más gente en la calle, no hay ni siquiera tráfico, así que me debe haber hablado a mí.
–¿Me hablás a mí? –me señalo con un índice el centro del pecho.
–Estoy baldeando –tiene un secador de piso en una mano, apunta con el mentón, justamente al piso, a la vereda–, y vos pisás.
Me acerco, ahora, un paso. Soy un sujeto corpulento, desde ya más grande que la media. Más de un metro ochenta, más de noventa kilos, por dar algunas aproximaciones. Cara de loco, desde chico, cara de alguien recién escapado de un hospital psiquiátrico, una mezcla de profundo fastidio y perplejidad.
–¿Y qué querés que haga, boludo? ¿Que pase salticando? ¿No te gustaría que camine sin tocar la vereda? ¿No te das cuenta que desde hace veinte años tu tarea consiste en limpiar una vereda donde los perros te dejan tremendos soretes? Y después te pasás dos o tres horas tratando que brille el portero eléctrico. ¿No te das cuenta que sos el escalón más bajo e inútil de los mamíferos medianos? ¿No te das cuenta que tu tarea es menos que nada? ¿Quisiste ser algo? Digo, de chico. Astronauta, peluquero, jugador de fútbol, no sé. Cómo podés haber terminado así, querido. Te pasás todo el día tratando de adivinar qué traen los vecinos en la bolsa del supermercado. Y cuando ves que alguien compró un vino de más de diez pesos, te ponés muy mal, sufrís. No sabés hacer nada, nunca quisiste ser nada, sos el eslabón perdido entre los gorilas que bajaron de los árboles y los humanos. ¿Leés? ¿Aunque sea sabés leer? No te digo libros, no, pero el suplemento deportivo del diario, para saber cómo salió san lorenzo, para tener algo de qué hablar. Hagamos algo, porque estoy un poco apurado. Voy a dar sangre, yo calculo que más o menos en una hora vuelvo. Esperame, limpiá bien todo y esperame, cuando vuelvo te voy a meter el escobillón en el culo y voy a barrer la vereda con tu cara, infeliz.
Algo sucede. Suelta el secador de piso y se sienta, sobre la vereda, junto al balde naranja. Comienza a sollozar, como un chico. Intenta cubrirse la cara con las manos, para que no lo vea, pero es un llanto que lo desborda, no puede parar de llorar.
–Disculpame –le digo. Agarro el secador de piso con una mano. Le doy una palmada en un hombro–. No me hagas caso, yo te ayudo. Si no tengo nada para hacer, yo estoy remal.
Sigue llorando, aunque un poco menos, niega con la cabeza. Yo empiezo a baldear.

15.7.09

Linda

Existen sutiles diferencias entre pericia y entusiasmo, si me permiten la digresión. Sabido es que hay una dotación inicial de recursos estéticos o materiales, atribuibles al azar en cualquiera de sus formas, con la arbitrariedad que dicha potestad les confiere. Pero es entonces, es justamente en esa ranura donde la voluntad se manifiesta y ejerce algo que tal vez esté salpicado de justicia poética.
La pericia es una gran cosa, eso cualquiera lo sabe. La destreza, la precisión, la justeza en la ejecución, la elegancia de quien domina la esencia de lo que nos ocupe. Pero cuando parece simplemente que algunos podrán y otros no, surge allí una nueva gama de posibilidades movidas por los mágicos piolines del entusiasmo.
La pericia sin entusiasmo se vuelve entonces metódica y fría, pierde su brillo, tiene destino de apatía. El entusiasmo, por el contrario, permite sobreponerse a la falta de talento en general. Se logran cosas de las que uno mismo se sabía incapaz.
Que cogés bastante bien, conocés los rudimentos de la técnica, pero te falta fuego, no tenés alma. Pasame la botella que está sobre la mesita, me dio sed.

11.7.09

Tan tan, tararán

El cantante de rock me dice que está mal, no sabe qué pasa. Dice que compone cada vez mejor, sus temas han alcanzado una exquisita lírica, una dulce profundidad poética. Su banda está, finalmente, ensamblada. Tienen la potencia y la armonía, suenan como si se conocieran de toda la vida. Y hay virtuosismo, claro, son tipos con la destreza y la pericia, el dominio de los instrumentos, saben lo que hacen, cualquier banda querría un baterista como Martín, al bajista lo vinieron a buscar de afuera y le ofrecieron un contrato increíble, tocar por la costa este de los Estados Unidos como sesionista. Pero nadie viene a verlos. El público ralea, no demuestra interés, y ellos no logran firmar un contrato con una discográfica, transformarse en íconos de la juventud, que los chicos usen remeras con el nombre del grupo. No pasa nada.
–No sé –dice.
–Pelo –le digo, y apunto con un índice unos cinco centímetros por encima de su frente–. Te estás quedando pelado. Es triste, es malo, y además no tiene arreglo, si te pusieras un implante sería todavía peor. Tenés que entender que el rocanrol es más que nada salud capilar, un pelo fuerte. Hay lugar para un par de pelados puros también, pero como excepción, y nada más. Podrías pasarte al jazz, o poner una casa de venta de empanadas.

7.7.09

Un géiser

Todas las mañanas, voy a la casa de la chica más linda que conocí. Me siento en un bar en la esquina, enfrente, y espero para ver salir al hombre que ha pasado la noche con ella. Su despreocupación, su confianza, su resuelta sonrisa para enfrentar sin dificultad al mundo, cómo se lleva por un instante el dorso de dos dedos, índice y mayor de su mano derecha, sólo un momento, a la nariz, para aspirar una última bocanada de vagina fresca y entonces sí, para un taxi, habla por su teléfono celular, emprende su día.
Todas las tardes, paso por la concesionaria de automóviles donde está el auto que jamás tendré. Entro, a veces, y no pregunto nada. Sólo quiero apoyar una temerosa palma sobre el costado de la carrocería, como quien acaricia un animal. O me siento en el automóvil, después de pedir permiso, después de preguntarle a un vendedor que me mira con una mezcla de ternura y fastidio. Me siento, entonces, y aprieto el volante, un solo apretón. O hago un cambio, pongo primera, y me bajo de inmediato, tembloroso, con deseos de fumar.
Todas las noches voy hasta ese restaurante a la vuelta del Hospital Alemán. La gente habla y sonríe, yo los observo a través del cristal. El vino es de un rojo muy intenso, casi puedo escuchar la música que produce al caer dentro de los copones. Soy como Lecter, en el primer encuentro con Jodie Foster, cuando alza la cabeza hacia atrás, y es todo nariz, es un instante de pura nariz, y puedo oler un plato de ravioles de ciervo, la albahaca me besa por un instante el alma, imagino el momento exacto donde el tomatito cherry se rinde al apretón de mis muelas, la pasta firme, la carne salvaje, la combinación sutil.
Y así voy viviendo. Soy una turbina alimentada con todo lo que no tengo, soy un géiser hecho de la más pura carencia, soy todo lo que me falta y me atraviesa como un rayo en la noche en medio del mar. Hace frío, soy genial.

3.7.09

No te mates

El hombre ha salido al balcón y luego, es evidente, ha pasado primero una pierna por encima de la baranda, después la otra, y ha quedado apoyado sobre una franja de cemento de unos diez centímetros máximo, y se sostiene con ambas manos, por detrás de la espalda, y se inclina peligrosamente hacia delante.
Está en un quinto piso. Todos los que estamos en la calle, abajo, todos los que hemos empezado a mirar hacia arriba porque alguien más mira hacia arriba, hemos contado los pisos. Cae una fina llovizna, una humedad de mierda, porque no hace demasiado frío pero te resfriás igual, seguro. Buenos Aires es así.
–¡Pará, loco! –una señora grita, haciendo parlante con ambas manos, pero luego una palma señala hacia arriba, y se mueve en el aire como si cortara fiambre, amenazando con unas inminentes nalgadas– ¡No te tirés, pensá en tus hijos!
El hombre mira con un gesto de asombro, y es que tal vez no tiene hijos, eso hace que el argumento no le resulte convincente. Tiene una sonrisa bobalicona, es probable que esté medicado, que se haya empastillado para juntar coraje. Esté en pijamas, con medias pero sin zapatos. El pijamas es blanco, y tiene dibujitos, ositos o perritos o chanchitos, es imposible ver el detalle.
–¡Quédese quieto! –el policía se ha quitado la gorra, y su tono es tan imperativo como enérgico– ¡No se mueva, ya llegan los bomberos!
El hombre mira por un instante hacia adentro del departamento, quizás para ver si se está quemando algo. Niega con la cabeza, y sonríe.
Se suelta de una mano, y eso hace que se incline más sobre la avenida. Mira fijo, hacia abajo, está intentando imaginar el impacto.
–¡Ey! –grito–. Si te tirás saltá para adelante, no te dejes caer.
Me mira. He logrado captar su atención. No entiende.
–Que saltés para adelante –digo, y señalo el centro de la avenida–. Porque si saltás para abajo vas a caer arriba de mi auto. Si caés arriba de mi auto, mejor que te mates de verdad, porque si me rompés el espejito, o una óptica, mirá lo que te digo, te termino de matar yo a patadas.
Me mira, con la mano libre se señala el pecho. Hay un curioso cambio en su expresión facial.
–Sí, te estoy hablando a vos, forro –lo señalo, yo también–. Tirate de una vez, pero a la avenida. Así puedo sacar el auto –le señalo ahora, con el mismo dedo, el auto que está justo debajo de su balcón–. Me quiero ir, gil.
–¿Me hablás a mí? –cambia de mano, se agarra de la baranda con la otra mano, pero por un momento estuvo en el aire, de pie sobre la cornisa, sin sujetarse de nada.
–A vos, boludo, a vos. Saltá de una vez, y no me rompas el auto. Si me rompés el auto, te mato yo, te lo aviso.
–Ahí bajo.
–¿Qué? –Estoy sorprendido, pero la gente está más sorprendida. El hombre me señala con un dedo.
–Que ahí bajo, te digo.
–¡Pero qué vas a bajar vos, querido! Si bajás te arranco los premolares a patadas. ¿Quién te compró ese pijamita? ¿Tu mamá?
–Ahora vas a ver –está pasando una pierna otra vez por encima de la baranda, entrando al balcón.
–¡Bajá, repelotudo, dale! –escupo, le señalo el punto exacto, la baldosa de la vereda donde lo estoy esperando– ¡Te voy a dar tantas patadas en el culo que me van a tener que ayudar a sacarte el zapato del orto, puto!
–¡Te mato! –grita y desaparece dentro del departamento.
Y baja, nomás. Lo están esperando en la puerta dos policías, y los bomberos. Lo esposan, lo obligan a meterse dentro de un coche patrulla. El sujeto escupe, insulta, tiene una especie de baba que le queda colgando en la barbilla, como si fuera espuma de afeitar.
Alguien me palmea, alguien me felicita. Me preguntan si yo también trabajo para la policía, de incógnito, si soy una especie de negociador, de agente secreto. La gente ha visto demasiadas películas.
Para decir la verdad lo mío fue intuitivo. La gente está tan frustrada, tan cagada a palos, han fracasado tanto, que jamás desperdiciarían la oportunidad de discutir, de pelear, sin importar el tema, de buscar una revancha. Cualquier cosita te matás después, para matarse hay tiempo.